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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO V

Pedanía

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Los sótanos o bodegas existen en todas las construcciones antiguas de Aranjuez, y la leyenda popular hace comunicar los edificios importantes mediante una red de túneles.

Sin embargo el paso del tiempo ha hecho que se perdieran o cegaran la mayoría de los habitáculos subterráneos por diferentes causas:

El deterioro, que imposibilita su uso, ya que el terreno donde se asienta Aranjuez es necesariamente húmedo, el agua discurre hacia el río por debajo del pueblo y geológicamente el terreno es gredoso, lo que hace poco prácticas estas estancias, salvo para el cultivo del champiñón, supongo.

Por otro lado en ocasiones su existencia ha sido simplemente olvidada -también por falta de uso-, especialmente cuando el acceso no se encuentra dentro de una vivienda sino que, siendo comunales, se localizan en un rincón de un patio o corrala de difícil acceso.

En cuanto a los hipotéticos túneles, todo el mundo habla de ellos, añadiendo que alguien a quien conocen -nunca ellos mismos-, los han visto y recorrido:

Se trataría de pasadizos subterráneos que comunicaran edificios importantes, palacios, iglesias, cocheras de carruajes, casas de Postas, dependencias de la corte,... por motivos estratégicos obligados al secreto. O por motivos banales y escandalosos, que obligaran a mayor secreto aún.

Su existencia es dudosa, al menos en la magnitud en que es imaginada, aunque la idea es muy popular en la historiografía local, porque para los autóctonos explican u organizan historias truculentas o indecentes referidas a la nobleza, la realeza, la clerecía, la corte en general que siempre habitó el pueblo, donde caben relatos de amores, guerras, infidelidades, conspiraciones, complots; actividades que requieren del ocultamiento, historias a las que en Aranjuez las gentes son muy aficionadas y -se non e vero, e ben trovato-, dan pistas sobre hechos reales, simpatías y antipatías del pueblo.

Y como Eugène ha logrado entusiasmarme en alguna forma perversa -me temo que no muy científica-, acepté la posibilidad que me planteaba, sin discutir. A costa de algunas páginas de mi novela.

Aquella pedanía de Aranjuez, punto que parece indicar su misteriosa pista, es de construcción relativamente reciente en todo caso, y muy reciente considerando las pretendidas indicaciones del mensaje que presuntamente contiene.

No es óbice ello, sin embargo, si consideramos una cadena que se desplaza a lo largo del tiempo -en paralelo con el tiempo-, ¡y vuelta a empezar!...¡Qué imaginación desbordante la suya!

-Todo ello suponiendo que no se trate de un mensaje apócrifo –trataba de explicarme.

Yo me dejaba convencer, íntimamente avergonzado por ello.

(...)

Nos dirigimos a la bodega en su coche, para encontrar que se halla actualmente en funcionamiento comercial.

Sobre su forma de conducir, me reservo la opinión, por el momento.

El Cortijo está a unos cinco o seis Kilómetros de Aranjuez, por carretera descuidada, a unos diez minutos en automóvil. Cinco minutos en el caso de Eugène...(dije que no iba a opinar).

La bodega formaba un todo con la iglesia y las casas bajas de la pedanía, habitada en su mayoría por colonos llegados en diferentes oleadas.

Se trata -como el casco viejo que la cubre en toda su extensión-, de una construcción neoclásica situada en una de las pedanías de Aranjuez, repoblada ex-profeso por la monarquía para atender las necesidades de la cocina de la corte mediante sus huertas regadas por el río y sus azudes o acequias, sus ganaderías autóctonas y exóticas y los aborígenes cultivos de secano en la meseta, como la sandía y el melón, traídos de Levante, probablemente.

Y por supuesto, sus viñas ancestrales, con especies escogidas y reconocidas.

La bodega, como dije, había sido recientemente re abierta como tal, habiendo permanecido olvidada durante cien años, siendo tan sólo utilizada esporádicamente para el cultivo del champiñón, como acertadamente supuse.

Es de obra sólida, bien diseñada y planificada para su uso, y sirve de base a todas las construcciones originales de la pedanía, teniendo comunicación con alguna de las casas, alguna abertura exterior que sirve de respiradero, y dos entradas importantes, una de ellas principal, porticada, a pie del suelo, aprovechando el desnivel entre las tierras bajas de la ribera y las más elevadas donde se asienta la pedanía.

Esta entrada, a la derecha de la iglesia y por debajo de ella, según se viene de Aranjuez, es de factura cuidada, de estilo barroco, y suficientemente grande para permitir a la vez el paso de dos carruajes de caballos de los de la época de su construcción.

La bodega se podía visitar: Era una táctica comercial acertada.

Efectivamente, existía la galería cegada.

No estaba realmente oculta. Simplemente no se imaginaba a dónde pudiera llevar. Nadie la recordaba ni figuraba en los planos, que se habían elaborado recientemente. Si no se sabía que estaba allí, o se buscaba, no había señales que la indicaran.

Aparentaba otro muro de ladrillos más de los que interrumpían la galería abovedada.

Enladrillada, si se prestaba atención, en época más reciente que el resto de las paredes.

Tampoco ahora era sencilla su localización, porque lógicamente el muro liso se había aprovechado: como apoyo de una gran tinaja, muy alta y ancha en el centro, sin duda un adorno, por no ser accesible, pues su boca rozaba el techo, a pesar de la altura de éste -Esta clase de tinajas solía situarse, como me explicó Eugène, usando un segundo piso sobre cuyo suelo aparecía la boca, porque su altura era superior a un piso de edificación normal, y su volumen proporcional, medido en arrobas. Su factura era de un pueblo de la zona muy conocido por este tipo de alfarería-, y una gran cuba de madera de roble que descansaba horizontal sobre un trípode, también de madera, donde reposaba uno de los reservas de la marca del actual propietario.

Estos detalles dan una idea de la amplitud y grandeza de la construcción.

Al dirigirnos directamente allí, siguiendo las indicaciones del documento que ella portaba -que evitó enseñarme-, y verificar los datos, con un golpe seco y comparando con las paredes adyacentes se apreciaba nítidamente el sonido a hueco esperado: El muro no aparentaba ser muy grueso, a juzgar por el eco.

Nos preguntamos -me pregunté-, qué íbamos a contar al propietario para poder averiguar qué había detrás de la pared.

En mi novela, pensé, lo resolvería sin dificultad: calculando una hora nocturna adecuada para asaltar, sin testigos y armados de herramientas adecuadas, la pared. Derribarla a la luz de una linterna y descubrir el gran misterio...

Eugène pensó con más rapidez, o ya había premeditado una solución mejor.

Simplemente se dirigió al dueño de la bodega, que acompañaba a otros visitantes, le abordó y le explicó que, según un plano consultado en la Biblioteca Nacional, que le mostró, tras esa pared -y señalo la interfecta-, había otra galería y otra estancia amplia.

Que ella se lo explicaría con detalle y le gustaría colaborar en el descubrimiento, para complementar su Tesis doctoral.

Y que el negocio se vería incrementado económicamente.

Para mi sorpresa, el propietario se interesó de inmediato y quedaron en dos días para proceder al descubrimiento.

Evidentemente, Eugène era experta en muchas cosas.

En este caso, mostró su naturaleza francesa, hablando el castellano con un acento que yo no reconocí, pero que tuvo su efecto.

Diciendo la verdad a medias, si es que a mí me la había dicho, se presentó como enóloga experta de una firma vitícola de Burdeos que nombró con mucha naturalidad y al propietario no debió sonar mal, o eso dio a entender.

En una rápida charla entre “connasseurs”, de la que no entendí gran cosa, hablaron de diferentes tipos de uvas, francesas, españolas, híbridas, las de esa misma pedanía,... hasta que Armando se convenció, demasiado rápidamente, a mi juicio, de que valía la pena escuchar a aquella francesita.

Yo no sabría decir si es que Eugène realmente entendía de vinos, uvas, aromas, bouquet, o es que Armando se dejó guiar por el marcado acento que ella utilizaba.

Eugène me comentó luego que Armando no sabía gran cosa, porque le colocó con naturalidad varias tonterías que él no detectó y aceptó como la Biblia.

Tampoco él se sorprendió de la juventud y buena figura de tal aspirante a doctorado.

O más bien tuvo un peso importante tal circunstancia. La de la figura, no la del doctorado, a juzgar por las miradas de reconocimiento que el tal Armando le dirigía.

Yo actué -involuntariamente y molesto por ello-, de convidado de piedra.

Ni siquiera fui presentado (digamos que Armando me tomó por otro francés, impedido en tal medida por la dificultad insalvable del idioma como para ni siquiera intercalar una palabra; no sabía decir nada en castellano, y por eso no hablaba, pudo suponer).

Pero a mi pesar -y me preguntaba por qué-, cada vez que ella miraba o señalaba la pared en cuestión, la bóveda, la cuba, la tinaja gigante, dándole la espalda visual, la vista de Armando se dirigía a sus pechos, su cadera, su cintura,... aunque siempre asentía, seriamente convencido.

El caso es que pasado mañana colaboraremos activamente en el descubrimiento de la sala que Eugène bautizó -sin ningún fundamento y con todo descaro-, la Cripta Privada de Godoy, denominación -de origen-, que a Armando le pareció deliciosa, más que perfecta. Y científica. Genial también, dijo.

Por suerte, Armando estaba muy liado con unos clientes japoneses, presuntos compradores de un cierto volumen, que evidentemente eran una competencia excesiva a los encantos de la futura doctora, por lo que hubo de abandonarnos, muy a su educado pesar, con la promesa de concretar telefónicamente la cita, usando el número de móvil que Eugène le facilitó.

Arriesgado, pensé, dar tal teléfono al tal Armando.

Desde luego, yo no era objetivo en ese momento.

Lo comenté después, algo picado por mi papel nulo en la maniobra.

-Le he dado el móvil de mi profesor de filología griega, bête –me comentó, mientras volvíamos al coche-. Un tipo muy simpático.

-¿Uno de tus amigos? –traté de molestar. Tampoco quise saber qué significaba “bête”.

-Sí –me miró divertida-. Debiera estar jubilado, pero no sabría qué hacer fuera de la cátedra. Y muchos jóvenes envidiarían sus ganas de vivir.

-¡Ah! –fingí sentirme más tranquilo.

Había sacado su móvil y llamaba a un número de su agenda, mientras volvíamos hacia el Golf.

-¿¡Don Simón!? -gritó al auricular- ¡Aquí Eugène!....Sí.... Pasado mañana... Asegúrese de coger los detalles, aunque yo los controlaré por mi cuenta en cualquier caso. (Pausa larga) No. Mejor no venga. Creo que es una pista falsa -pausa, sonrisa-. ¡Hasta pronto!

-Es algo sordo –se disculpó-. Pero su cerebro funciona mejor que en sus ochenta anteriores años.

-¿Don Simón? –No se me ocurrió otra cosa: Existía una marca de vino de mesa con ese nombre- ¡Entenderá de vinos también!

Me avergoncé de mi chiste malo y forzado. Estaba celosillo.

-No seas majadero –puso ella cara de enfado-. Don Simón solo bebe Drambuie.

(...)

-¿Por qué piensas que es una pista falsa?

Volvíamos a Aranjuez, en su Golf. Conducía como un piloto de fórmula uno con fiebre. Es decir, a gran velocidad, pero con poca pericia, con voluntad, pero sin reflejos, pero con una convicción indiscutible...

No había comentado nada referente a su forma de conducir al venir, temiendo que fuera peor, aunque mi mano derecha sobre la sujeción lateral debía ser ilustrativa. Ahora tampoco me atreví... La carretera, además, era realmente nefasta.

-Por la construcción –dijo Eugène- No cuadra con la época.

-¿Pero vamos a comprobarlo?

-¡Por supuesto! –asintió vehemente-. Cabe una remota posibilidad. Puede haber habido una manipulación, en el tiempo –pegó un volantazo y derrapamos sobre la gravilla del arcén-. También puede tratarse de una maniobra para confundir, para evitar indeseables.

-¡Una auténtica pista falsa! –quería ser ingenioso.

-Sí –mi paradójica ironía no fue apreciada. No se la notaba familiarizada con la supuesta sutileza de mi improvisado oximorón.

Enfiló la recta arbolada a una velocidad inadecuada, por exceso. El coche parecía despegar en cada bache.

-¿Tenemos prisa? –intercalé, tratando de parecer casual.

-Disculpa –Me entendió, menos mal. Relajó la presión sobre el pedal de aceleración- Es ese Armando, un estúpido con suerte.

-Olvídalo –me relajé en parte. Mis celos se esfumaron.

-Es que le he hecho pasar un tinto de Bourdeaux por un blanco del Rhin, en una zona imposible hasta para un aficionado –nuevo acelerón-. ¡Y me ha dicho dónde lo probó!

Me agradó su curiosa inocencia. Me tranquilizó en parte. ¡Si no estuviera preocupado por mi integridad física, me sentiría, por un instante, feliz!

-Bueno -nuevo sobresalto automovilístico-. No sabía que fueras tan sensible con el vino.

-Lo llevo dentro -frenazo brusco, derrape, y enfilar la cuesta por el arcén-.

-Pensé que eras las setas, o los tartufos esos -murmuré para mí-. ¡La automoción también, al parecer! –Ahora tampoco me oyó-.

-¿Qué? –aflojó un poco al entrar en población-. Estaba pensando en otra cosa...


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Juan Antonio Pizarro Martín ©