Sereira:
La mano de la diosa
Créditos
Perfil Profesional
La mano de la diosa
en Facebook
e-mail
Radio Fuga
La Tetería
JAPM

Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

Anterior / previous

CAPITULO IV

Eugène

Siguiente / next

Resultó que Sereira era Eugène.

Y residía, por el momento, en Aranjuez.

Había elegido su "Nik" en un reciente viaje al castillo de Tomar, en Portugal, siguiendo el argumento de una novela de Umberto Eco sobre los templarios.

Llevaba varios meses en Aranjuez y pensaba viajar luego a Grecia, por ello coincidimos en aquel foro de la embajada de Atenas.

Había detectado el .es de la referencia, como yo no lo había hecho con el .fr de la suya: No tenía acento, porque era francesa de padre español.

Su principal obligación era viajar, porque su padre había hecho dinero importando trufas desde Soria a París, vía Burdeos, y su hija pequeña, Eugène, estaba viendo mundo, previo obligado a conseguir su doctorado en una prestigiosa universidad inglesa, para la que estaba preparando su Tesis.

Despreocupada, en general, tenía una memoria admirable para los datos y por lo que pude apreciar nefasta para las citas: Nos habíamos citado en la terraza del restaurante italiano que hay frente a la biblioteca -un sitio muy céntrico para mi gusto, aunque desierto a aquella temprana hora de la tarde-, y acababa de llegar tan sólo cuarenta minutos después de lo acordado, como atestiguaba una pinta de cerveza casi vacía sobre mi mesa.

Se sentó, sin preguntar quién era yo, me evaluó en un vistazo y empezó:

-Hola insacular. He buscado insacular en el diccionario, y la ocurrencia es divertida, aunque poco musical. Me llamo Eugène, Eugenia vamos. Me gusta más Eugène, pronunciado Euyin.

-Hola. Me llamo Juan. Suena bonito “iullín”... -Dí mi nombre verdadero. Mi nombre editorial era conocido, pero no así mi imagen. Intenté con cierta pereza - consecuencia de mi aislamiento-, añadir algo más, tratando de ser simpático, educado, pero...

-Bueno, tu inglés no es tan malo como tu francés

Puso un pequeño bolso negro de tela, quizá seda, que parecía contener algo pesado, a su izquierda. Volvió a mirarme de cabeza a cintura, sus dos brazos desnudos sobre la mesa, sin dejar de sonreír de forma algo burlona, que yo no supe interpretar, o preferí no hacerlo.

Se había sentado frente a mí, de forma que sus senos, mostrados generosamente, eran mi visión más obvia, bajo su cara -porque no era muy alta-, y la hendidura de su busto, que asomaba tras su camiseta negra con tirantes por hombreras (evidentemente no llevaba sujetador), era visión obligada desde mi altura, sentado.

Pensé que era muy joven; me esforzaba en mirar a sus ojos, pero no era fácil. Se movió para acomodarse, hizo seña al camarero, que no estaba muy ocupado, y no paró de hablar:

-Mi madre dice que prefiere Atenas. A menudo pasa allí semanas, lejos de la temporada turística -pidió un refresco "light", que yo no conocía, pero que no sorprendió al camarero-. Yo la encuentro un poco agobiante. Menos que Nápoles, de todas formas...

-¿Cómo me has localizado? –pude intercalar, con poca fe en ser escuchado.

-¡Ah! Te había visto por aquí -sonrió ante mi cara de sorpresa-. Este pueblo es muy pequeño para ocultar a alguien tan chocante.

Fruncí el ceño, mirándome hacia abajo, hasta las sandalias, no encontrando a qué se refería. Volví a mirar a Eugène, aún con el ceño fruncido.

Ella rió un momento, y siguió hablando sin dar explicaciones.

-... claro que en Nápoles están Capri, Sorrento, Amalfi...

-¿No serás periodista? -interrumpí algo alarmado.

-No ¿Por qué? -ahora sí levantó un poco el arco de sus cejas-. Pero no me has dicho quién eres tú.

Ahora no sabía si enfadarme o reírme: Al fin lograba una pequeña ventaja.

-¿No lo sabes? -deshice el rictus de enfado.

-Sé que eres muy discreto –me espetó mientras movía levemente hacia los lados su redonda cabecita, marcada por un corte de pelo bastante apurado que mostraba con orgullo sus pequeñas orejas, dirigiendo alternativamente al extremo correspondiente de sus redondos globos oculares un iris de tono avellanado brillante, en forma exagerada, como si alguien que nos vigilara nos pudiera escuchar.

No había nadie en cien metros a la redonda, salvo el camarero, aburrido, que charlaba con alguien que había tras una ventana con mostrador que le servía de comunicación con el interior del bar sin necesidad de entrar y salir por la puerta, al otro lado de la carretera; porque la terraza ocupaba el centro peatonal de una de las avenidas arboladas típicas de Aranjuez, y al camarero le era preciso cruzar entre la circulación - ahora casi nula-, para atenderla.

Acabada la broma, enfrentó mis ojos, entrecerrando los suyos en gesto de adivina, con los brazos cruzados sobre la mesa.

-Sé que te interesa la mitología, porque te he visto pasear por las fuentes del jardín. O lo he supuesto, y no me equivoqué –puntualizó-.

-Sí. En forma circunstancial... -dije, sin comprometerme-.

Apoyó su codo derecho sobre la mesa de resina, que se movió peligrosamente, y su mano en su barbilla, en papel que quería ser de investigador. Su brazo izquierdo colgando. Su busto -muy cercano ahora-, mostró un pequeño lunar sobre su seno izquierdo, casi dentro del canalillo que delimitaban ambos...

Instintivamente, me eché ligeramente hacia atrás, miré también a los lados (seguía sin haber nadie), con menos gracia que ella, eso sí; volví a adelantarme y a tratar de mirar hacia sus ojos brillantes. Pretendía decir algo, opinar sobre sus impertinentes pesquisas, buscando una aguda respuesta a su avance físico, balbuceé algo...

-Veamos -se me adelantó ella, obviando mi descarada inspección de su físico-: Alguien interesado por la mitología griega, y sin embargo preocupado por los periodistas. No eres un catedrático, ni estas relacionado con la educación. Ni un espía. Los espías intentan pasar desapercibidos...

-¡Pues mi intención era... ! –tampoco pude concluir esta vez mi explicación.

-Si fueras un espía -concluyó-, hubieras sido denunciado hace mucho tiempo. Además, por aquí no hay gran cosa que espiar. Más posibilidades: ¡Eres escritor!

Mis cejas se elevaron en forma elocuente.

-¡Vale! Eres escritor -sonrió-. Conocido, porque lo de los periodistas...

-¿Pero quién eres tú? –quise cortar con un principio de molestia creciente. No me agradaba el juego de las adivinanzas: Tenía la sensación de una situación infantil, y su apresurada biografía no sonaba satisfactoria.

¿Cuantos años tendría ella? ¡Sólo me faltaba ser denunciado por una menor! Esto complacería, supuse, a mi editor, pero no era mi idea sobre como conseguir publicidad gratuita. Antes de que pudiera alcanzar ninguna conclusión que aclarara mis dudas ella adoptó un curioso tono serio en su voz y en su semblante, como dando por suspendidas abruptamente las presentaciones para entrar en materia, lo que me obligó a escuchar, con la atención dividida entre sus explicaciones y sus... ¡que no sabía bien dónde mirar!; sus ojos poseían una cualidad suavemente penetrante.

En resumen, me contó una historia -bastante incoherente-, sobre una Tesis referente a la crónica local que quizá me interesara, y me invitó a participar en su investigación.

Según su desquiciada mente -aspecto éste de su desvarío que noté enseguida-, yo estaba de alguna forma marcado para seguir la pista que condujera a cierto conocimiento oculto sobre cuyas huellas ella se hallaba.

En otras circunstancias anímicas más normales, la hubiera mandado, educadamente o no, a paseo.

Pero no lo hice, error que todavía estoy pagando.

(...)

-¿Y por qué piensas que te voy a ayudar a encontrar... esa pista? –mi tono no era relajado.

-Ya te dije que tienes la marca.

-¿Otra vez? –Y sin embargo, el Zahir atravesó fugazmente mi mente. Lo que no evitó que mi cabreo aumentara. Empezaba a pensar que me había equivocado buscando a Sereira; al principio me pareció buena idea, una aventura inocente que me podría ayudar con mi novela.

Ahora no le veía encaje: Este personaje no pertenece al mundo de Ginger, es demasiado independiente y seguro; me está apartando de mi argumento, para llevarme a otro dudoso.

De momento, había quebrado mi rutina -y mi siesta-, a cambio de una complicación ridícula: Deseaba encontrar una excusa urgente y eficaz para irme de allí y no volver a tropezarme con ella. Era demasiado joven para mí. Esta chiquilla no debiera estar conmigo, ni aquí, ni a esta hora, ni a ninguna. Y yo tenía cosas más importantes que hacer que atender a su incipiente paranoia.

Debiera mostrarme brusco y desagradable, para que se sienta ofendida, poder discutir, levantarme e irme sin despedir.

Lo intenté:

-¿A qué hora dices que quedamos?

Me sorprendí a mí mismo. Es lo que, imprudentemente, me salió, en contra de mis supuestamente firmes intenciones, como contestación a su argumentación, según la cual sus estudios conducían a una construcción subterránea que se hallaba en una pedanía cercana a Aranjuez...

-Como a unos cinco kilómetros –precisó ante mis convencionales y desinteresadas indagaciones sobre la situación de aquel remoto lugar.

-Para llegar allí, necesitaríamos un vehículo –una parte de mí aún intentaba eludir el compromiso.

-Claro –No levantó la vista- Cogemos el mío.

-¿Tienes coche aquí? –se suponía que estaba de turismo cultural. No pensaba que la situación económica de los Erasmus fuera tan desahogada...

-Tengo alquilado un Golf. Para andar por los alrededores.

-Yo tengo carné... –la miré dudoso: Un Golf habla de quien lo prefiere-. Pero hace años que no ejerzo. Lo evito siempre que puedo.

-Lo hubiera adivinado –sonrió. No sé que quería insinuar-. A mí me gusta conducir.

-¿Dónde tienes la “máquina”? –pregunté para ganar tiempo, en un patético intento de acercarme a lo que supuse un lenguaje acorde a su edad, mientras meditaba qué podía significar exactamente “ a mí me gusta conducir”.

-¿Es que quieres ir ahora mismo? –se extrañó, considerando mi evidente majadería-. No parece buena idea. Está fuera de la población y se hará de noche pronto. Son ya las nueve.

Se me había pasado el tiempo volando...

Ni siquiera había advertido cómo la terraza, al frescor del atardecer, se había llenado de gente que nos rodeaba en ascendente algarabía.

-Parece que conoces bien el lugar –comenté sin pensar, mirando alrededor, tratando de situarme, haciendo más notoria mi estupidez-.

-Forma parte de mis obligaciones académicas –su seriedad ahora pareció algo artificial-. En estos momentos conozco este pueblo y su historia mejor que el Cronista Oficial de la Villa.

-¡Me alegro! –mentí; pero mordí el anzuelo-: ¿No habías tropezado con esta pista antes?

Me miró misteriosa, pero sonriente.

-Te estaba esperando. Estaba sobre la pista, pero necesitaba que vinieras. He estado estudiando posibilidades, y esa era la mejor.

-¿Me estabas esperando? –Eso no me gustó nada-. ¡Explícame eso!

-Sabía que aparecerías –miró alrededor, retóricamente porque podía estar segura de que nadie nos prestaba atención-. Tienes la marca.

-¿La marca?¿Otra vez? Tu no esta bien de aquí... –hice un gesto explícito con el dedo sobre mi sien- ¿Has venido a reírte de mí?

-No. Lo que pasa es que a lo mejor no debería hablar antes de tiempo – arguyó, como arrepentida- ¡Da igual! –decidió finalmente-. Me fío de ti.

Cuando yo iba a contestar un “¡gracias!” que pretendía que sonara irónico, sorpresivamente, puso su mano sobre la mía, encima de la mesa.

Esto me desconcertó.

Noté un poco de frío al principio. Enseguida la volvió a quitar. Bajó la cabeza, dirigiéndose a su busto, pero levantando a la vez la vista, bajo sus pestañas, hacia mis ojos, con aquella expresión un poco pícara que me iba siendo familiar: Mis ojos que hacía rato no podían evitar el vistazo inconsciente hacia sus senos, que evidentemente ella no intentaba ocultar.

Indicaba, desde luego, el lunar que destacaba sobre su seno izquierdo.

-¿Eso es la marca? –dije entre divertido e incrédulo. Empezaba a cansarme un poco esta muchacha que pretendía saber tanto y controlar en exceso. Empezaba a dejar de ser divertida.

-Tu marca no es visible –se puso seria otra vez-. Es más bien una actitud, unas circunstancias... Sé que no me equivoco.

Me empezaba a cargar la situación, y el hastío se reflejaba en mi expresión, sin duda. No era lo que yo había esperado.

Evidentemente, me repetía en plan defensivo, había sido un error haber buscado a Sereira.

¿Y si, como insinuaba, yo había sido inducido a encontrarla?

No era posible.

¿Y qué si era así?

Mi cara debió reflejar todas estas dudas: Según Marta, la secretaria de Ángel, el disimulo no es mi especialidad. Y lo creo.

Sereira (Eugène), se percató de todas mis reflexiones, y pareció adivinar mis preguntas que, de alguna manera, empezó a contestar.

-No me río de ti, si eso es lo que piensas –continuaba seria. Siguió:-. Aunque sí resultas un poco gracioso. Te he buscado y te he encontrado. Lo de la marca puedes considerarlo, si quieres, una forma de hablar, una broma simpática...

No le veía la gracia. Hice amago de decir algo. Incluso inicié un taco: Me hizo callar presionando suavemente con su dedo índice sobre mis labios, que se habían acercado a ella en un impulsivo arranque de indignación. (Marginalmente, anoté que era zurda, como si eso supusiera una ventaja para mí).

Yo me había alterado y avancé sobre la mesa, empujando su mano hasta que la retiró, hasta enfrentar su cara desde bastante cerca.

Durante un instante, noté algo de prevención en su expresión. Pero enseguida volvió a su actitud de seguridad. Tras un breve silencio tenso por ambas partes, ella prosiguió, como si tal cosa:

-Hubiera podido localizarte y contactar contigo directamente, como estudiante o colega. No hubiera sido extraño. Pero tenía la opción de conseguir que fueras tú quien me buscara. Al fin y al cabo, a las mujeres nos complace más esa situación...

Traté de simular que no estaba molesto, con poco éxito. Pensé, otra vez, en levantarme e irme sin despedir ¡Sí que me molestaba!

Pero callé, y no me levanté.

Pudo la curiosidad. Y como ella permanecía callada, al fin pregunté:

-Pero ¿Cómo pudiste... ?Además –cabreado- ¡Tú no eres una mujer!¡Eres una cría!...

-Es más sencillo de lo que piensas –No pareció ofendida, sino pensativa, mirándome a los ojos- Tengo,...”amigos”,... para los que interceptar un correo electrónico es un juego de niños. Sólo había que esperar la oportunidad, que no podía faltar, y confiar en que picaras el cebo. Insisto en que no era la única forma. Pero, ahora en serio, era mejor así. Y es cierto que me gusta más.

-¡Juegos de niños! –elevé la voz- ¡Lo que yo decía! ¿De verdad tenéis interceptado mi correo?

-No exactamente. No hace falta llegar a eso, aunque no hay dificultad para quien sabe hacerlo. Tu correo, además, es de los gratuitos, con una privacidad casi nula.

-¿Esa es la privacidad que prometen las compañías? –me pregunté a mí mismo, aunque en voz alta.

Ahora yo estaba preocupado. Calculaba cuánto podían saber de mí a través de mi correo electrónico esos “amigos” de Eugène. No gran cosa. Noté que el blanco de mi enfado estaba cambiando hacia aquellos indiscretos desconocidos, y estúpidamente me alegré.

-Confórmate con saber –continuó- que es fácil. Lo complicado fue organizar un encuentro como éste en forma que pareciera que lo habías provocado tú. Ya da igual; lo prefiero así. Pero como ves, tampoco el sistema era importante: Sólo era un juego que sugerí yo.

Ante su contrita confesión, simulé mi enfado, aunque sentía que iba remitiendo. En cualquier caso, ante lo que quise entender como una recién adquirida ventaja, insistí:

-¡Conque jugando!¡Vaya cría descarada! –Quería ser ofensivo.

-Lo siento. Lo encontraba divertido, pero disculpa si te he ofendido. Pensé que sería más fácil así. Ahora veo que era una tontería, pero no me arrepiento: Si hubiera sido yo quien te hubiera abordado, ahora estarías más prevenido contra mí, y no estaríamos hablando como lo estamos haciendo. Como ves, al final era la mejor solución.

Me sabía manipulado, pero su actitud en tono de disculpa me desarmó; ahora la curiosidad empezaba a superar a la ofensa.

Volví a mirarla, con ojos de varón.

Ella me observaba atentamente, como si de nuevo quisiera adivinar el encadenamiento de mis pensamientos.

Espero que no tuviera éxito, porque, extrañamente, había retornado Sereira, y me avergonzaría que se diera cuenta de por dónde evolucionaban. Aunque quizá me volví a detener en exceso sobre sus senos, su “marca”,...

En cualquier caso, pareció satisfecha con su propia interpretación de la situación.

Volvió a sonreír, volvió a tocar mi mano, como acariciando a alguna fiera peligrosa.

Ladeó la cabeza hacia su derecha, ofreciendo su cuello largo y delgado en señal de sumisión, como el lobo que, perdida la batalla, ofrece su cuello al vencedor, sabiendo que así será perdonado...

Pero ¿quién había perdido qué batalla ?

La adulación puede hacerse abiertamente, siempre y cuando se trate de un hombre, recordé, para disculparme a mí mismo.

La cita quedó en pie.


Índice / Index

Juan Antonio Pizarro Martín ©