Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO VI

La Bodega

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Nuestro famoso viticultor carece de conocimientos enológicos, pero anda sobrado de imaginación, para nuestra suerte.

-Esta noche a las diez.

-El espectáculo debe continuar -comenté al teléfono con cierta acritud en mi expresión, invisible para Eugène.

Me fui preparando mentalmente para un nuevo rally. Menos mal que duraba no más de diez minutos. Bastante menos con Eugène al volante; no iban a faltar las emociones en el trayecto: De noche, temía que el circuito aumentara su peligro.

-¿Va a venir el doctor? -pregunté para ganar tiempo, tratar de olvidar el inmediato rally y buscar rápidamente alguna excusa para no ir, que no encontraba.

-No. Es muy escéptico en cuanto a los resultados. Hay que probar, sin embargo.

-Entonces, a las nueve y media en mi casa -dije resignado, sabiendo que hablábamos de las diez menos cinco, con suerte.

-Bien. Paso a recogerte.

Y colgó.

(...)

El viaje fue indescriptible.

Entre otras cosas porque yo en seguida dejé de mirar.

Me concentraba al principio en las casi inexistentes líneas de la carretera comarcal, que se abrían y cruzaban delante de los focos del vehículo como si fueran continuas, bajo la elevada arcada de los plátanos centenarios, en una recta que me pareció interminable, pero que fue superada (más sobre la calzada que pegados a ella) en muy pocos minutos. Los badenes artificiales que el ayuntamiento había colocado para reducir la velocidad de los conductores resultaban ineficaces: Más bien un reto para conductores suicidas.

Por supuesto, íbamos atrasados. Mi cálculo de las diez menos cinco había resultado optimista, aunque no me pesaba por el estúpido de Armando, sino por la coartada de Eugène para acelerar.

Traté de no mirar el cuentakilómetros, y me centré en la guantera -marrón y anodina-, del frontal del Golf, que vibraba rítmicamente y se abrió en un par de ocasiones, lo que me evitó mirar continuamente al frente.

¡No nos cruzamos con nadie, por suerte! Hubiera empeorado mi tensión.

Estrechamiento de calzada al final de la recta para salir del túnel arbolado y cruzar el río sobre el viejo, histórico e incómodo puente, y giro de noventa grados, con derrape, a la izquierda.

Ultima recta en pendiente ascendente hacia la pedanía, y ya estábamos.

Mentalmente hacía de copiloto, silencioso, consciente de ser ignorado en cualquier consejo, o peor, ser atendido y que ella me preguntara cualquier cosa, abandonando el control de la máquina...

Ella parecía, en cualquier caso, disfrutar de estas salidas, y mi silencio y mi palidez le provocaban una permanente sonrisa. ¡Bueno!

Aparcamos -es un decir-; frenó y dejó el coche parado de cualquier manera cerca del Mercedes de Armando que nos esperaba puntual junto a la puerta principal de la bodega, con la única iluminación de un par de farolas fernandinas de luz amarilla atenuada que estratégicamente flanqueaban el portón.

Las diez y diez. Espectacular. Hacía menos de cinco minutos que Eugène pasó a recogerme. A salvo, pensé. No estaba mal. Eludí un primer impulso de besar la tierra porque estaba Armando delante, aunque no me prestaba ninguna atención.

Armando, vestido como si acudiera a una fiesta de etiqueta, se apresuró a abrirle a ella la puerta del Golf, obviándome.

Decididamente me caía mal, no sé por qué.

Después de la recepción formal, y dado que nuestro atuendo resultaba, comparativamente, demasiado informal, decidió por su cuenta rebajar el tratamiento hasta el de amigos de toda la vida, y no dejó de observar, cada vez que tuvo oportunidad, los shorts blancos de Eugène, por su parte de atrás, según le iba cediendo el paso, en el portalón y galería tras galería, hasta la sala del fondo, donde ya se habían retirado la gran cuba que se apoyaba en la pared y todo otro obstáculo, quedando la pared limpia, con evidentes síntomas ahora de un tapiado más o menos reciente.

Un operario de la construcción, pertrechado de herramientas contundentes propias de su oficio, con aspecto somnoliento y aire desinteresado, nos esperaba sentado sobre la artesa de amasar yeso, boca abajo. La artesa.

El albañil se levantó sin prisa, tirando al suelo el cigarrillo que sujetaba en sus labios, y apagándolo con la suela de sus deportivas -que fueron blancas-, mientras esperaba órdenes de Armando, piqueta en mano.

-Todo suyo -mostró Armando con su mano, dirigiéndose a Eugène. A mí me ignoraba sistemáticamente.

Eugène extrajo de su bolsa-bolso unos planos que miró con atención; luego a la pared; de nuevo los planos.

Finalmente, optó por acercarse al muro -planos en su mano derecha-, y escuchar no se sabía qué, pegada su oreja a la pared, mientras con su mano izquierda la exploraba, como acariciándola. Así recorrió la totalidad del lienzo de obra a media altura, y luego, agachada, más abajo, hasta el piso.

Al llegar a la esquina derecha, aún agachada, se detuvo un instante, y se levantó.

Los tres habíamos seguido la operación sin decir palabra, y ahora la mirábamos expectantes, mientras se aproximaba, consultando con interés reflejado en su ceño fruncido, de nuevo, los planos.

Se dirigió al albañil, y, sin hablar, le señaló una zona, a media altura y escorada hacia nuestra izquierda, que no se distinguía, a simple vista, del resto del enladrillado.

Dibujó un circulo en el aire que abarcaba no más de medio metro cuadrado, y caminó despacio de espaldas, sentándose después sobre la espuerta que había usado el albañil, inútil herramienta por el momento, detrás de nosotros.

El albañil en cabeza, seguido de Armando y de mí -por este orden geográfico-, nos acercamos a la zona de la pared señalada.

El experto había encendido otro cigarrillo que sujetaba en los labios, cigarrillo que por algún extraño misterio expelía un abundante humo que solamente evitaba sus ojos, teniéndonos a Armando y a mí asfixiados. Parado meditabundo, miró con ojo profesional, piqueta en mano, la zona aludida.

Hizo amago de tirar el cigarro con su mano izquierda, pero advirtió a tiempo que estaba recién encendido, y rectificó, sin dejar de mirar concentrado a su objetivo.

Sin dejar de expeler humo -porque el cigarro solo podía mantenerlo con los labios-, levantó entonces la piqueta y, en pocos y rápidos movimientos, marcó sobre la pared una circunferencia bastante regular, volviéndose hacia Eugène, sujetando, ahora sí, el cigarro con la mano izquierda, por lo que Armando y yo hubimos de retroceder, a su izquierda y derecha respectivamente, para que Eugène, sentada, pudiera apreciar el resultado.

Ella aprobó asintiendo con la cabeza, y el albañil, por fin, decidió tirar el cigarro y apagarlo sobre el suelo, mientras procedía a arremangarse un poco más la camisa, por encima de los codos, con hábil maniobra de traspaso de piqueta izquierda-derecha.

Se volvió bruscamente hacia el muro, como retándolo, y sin más preámbulo, como para sorprenderlo, dirigió tres fuertes golpes hacia el centro del círculo marcado, que obtuvieron rápida respuesta en forma de tres profundos agujeros.

Evidentemente no se trataba de los primitivos ladrillos macizos, sino de rasillas huecas. Un par de golpes más, y apareció la caja interior de la rasilla más centrada, que ahora procedió a limpiar por dentro cuidadosamente, usando horizontalmente el filo de la piqueta, con un chirrido bastante desagradable que parecía interesado en amplificar.

Luego se detuvo, dejó caer el brazo que sostenía la piqueta sobre su costado, pero sin ceder en la tensión, e hizo amago de ir a coger el cigarro de su mano izquierda, aunque se percató a tiempo de que ya lo había tirado, y rectificó, pasándose la mano por el escaso pelo.

Miró apreciativo a la pared, y pareció tensar aún más los músculos. Pero no hizo nada.

-¿Qué pasa, Anselmo? -rompió Armando el silencio tenso, que se prolongaba ya demasiado.

Eugène contempló atenta la escena:

Anselmo, el albañil, miraba ahora como con odio la pared. Armando, perplejo.

Armando había hecho intentó de poner la mano sobre el hombro de Anselmo, para poder ver lo que éste veía, pero cambió de idea al observar el polvo de yeso que cubría su camisa. La de Anselmo.

Así que colocó su cara en paralelo con la de Anselmo, sin más, con cierta estupidez reflejada en ella. O eso me pareció.

Yo, detrás de ambos, quise mirar sobre sus hombros, sin observar nada especial.

Eugène seguía sentada, silenciosa, mirándonos a los tres, como quien observa un complicado grupo escultórico.

Por fin habló Anselmo.

-Va a salir gas, probablemente –Su voz sonaba segura, y se dirigía indudablemente a Eugène-.

Ésta asintió y extrajo del bolso tres mascarillas de las que usan los pintores, que yo recogí y repartí.

Al volverme, comprobé que ella se había ajustado a boca y nariz la suya, mientras observaba los faroles fernandinos que iluminaban la sala sujetos en las paredes laterales.

-Hay que apagar la luz –dijo Anselmo, como leyéndole el pensamiento a Eugène- Espere un momento mientras forro la piqueta para que no salten chispas.

Armando se dirigió a la arcada que daba entrada a la sala, donde estaba el interruptor, y esperó a que Anselmo forrara cuidadosamente su herramienta usando una larga tira de algodón basto que extrajo de uno de sus bolsillos, que fue cubriendo todas las zonas metálicas de la piqueta hasta el astil de madera. Con un atado final que hizo rasgando verticalmente el fleco de la venda para apretar un fuerte nudo, todo el metal de la piqueta quedó perfectamente vendado. Agradecí, mentalmente, aquel silenciador.

Al acabar hizo una seña a Armando, que apagó la luz después de estudiar con detenimiento el camino que, a oscuras, seguiría para retornar lo más cerca posible de la pared.

Sonaron unos golpecillos sordos, cortos y rápidos, el roce del arrastre de los residuos -molesto a pesar del vendaje-, y una abertura rectangular se dibujó sobre la pared, en rojo apagado. La luz que se filtraba por la rendija iluminaba el torso de Anselmo y a mi izquierda comprobé con el rabillo del ojo que Armando había alcanzado su objetivo sin problema -cosa que no sé por qué dudaba yo-. Mi curiosidad se unió a las suyas.

Se trataba de luz artificial, sin duda potente, pero indirecta, como lejana.

Anselmo se había quitado la mascarilla, que ahora colgaba sobre su pecho, cuando se flexionó para mirar al interior descubierto, dejándonos un momento a oscuras al tapar la fuente luminosa. Luego se apartó sin hacer comentario alguno, permitiendo que Armando pudiera a su vez mirar por la rendija.

Éste se apoyó en la pared, para mirar de frente, levemente inclinado, dejándonos de nuevo a oscuras como un minuto, me pareció.

Al apartarse Armando, observé que Anselmo se había retrasado hasta situarse al lado de Eugène, y que sostenía un gran pico, como sopesando su uso inmediato.

Me pareció que comentaba algo con Eugène en voz baja, aunque no pude entender nada, si así era. Quizá lo había imaginado, pensé, como si hubiera sorprendido algo que no debiera.

Armando, viendo a Anselmo dispuesto, dijo simplemente:

-¡Proceda!

Y se apartó, arrastrándome a mí también, sin saber, por el momento, qué es lo que todo el mundo había visto, menos yo.

Y Eugène, que no pareció muy interesada.

De lo que no cabía duda es de que la luz que se filtraba por la rendija era artificial.

El albañil había estado esperando a que le fuera indicado que ampliara la comunicación, puesto que ya era evidente que no se había presentado ninguno de los problemas que hubieran dificultado nuestra operación: Ni cámara de gas -lo que hubiera resultado lógico si el espacio que en su momento pudo estar dedicado al cultivo del champiñón había permanecido cerrado durante un tiempo que considerábamos elevado-, ni reacciones imprevistas, de una índole que yo no intentaba imaginar.

Aunque yo no había llegado a mirar por el boquete, porque no me había sido permitido (mi opinión, evidentemente, no tenía ningún interés para nadie), tampoco Eugène había puesto un interés especial, escepticismo el suyo que me consoló algo.

Sin embargo la actitud de Armando y la de Anselmo resultaban elocuentes: No había peligro en continuar.

Ante la imperativa indicación de Armando, el albañil hizo señas con las manos para que le dejáramos espacio, cogió con decisión el pico grande, y en poco tiempo echó el muro -que no pareció sólido ni grueso- abajo, con estruendo proporcional a la abundancia de frágiles rasillas, llenando de cascotes, yeso y cemento una amplia estancia que se veía perfectamente iluminada a través del polvillo blanco que flotaba en remolinos alrededor de una sencilla lámpara central -cuyas bombillas a la vista parecían atraerlo- y sobre un tresillo que nos daba la espalda y que miraba a una televisión apagada.

Cerca de la lámpara, una luz más débil entraba por uno de los respiraderos que daban a la superficie, sin duda procedente de alguna farola en la calle.

El paisaje iba tomando coherencia.

Se notaba que la estancia -amueblada de forma utilitaria-, se hallaba en pleno uso. Y hasta hacía escasos segundos, había estado limpia y cuidada. No había más suciedad que la que nosotros habíamos volcado sobre ella.

Enseguida nos llamó la atención (Eugène, finalmente, se había levantado, y miraba, detrás nuestro, entre curiosa y divertida), casi en una esquina, una escalera de caracol, de hierro fundido, rematada en bolas de bronce pulido su barandilla, que subía, o bajaba, según el punto de vista, desde o hacia el piso superior.

De hecho, pese a su elegante sencillez, llamó nuestra atención de inmediato no solamente por el brillo de las cuidadas esferas de bronce, en contraste con el negro mate de la pintura de la barandilla, sino porque unos zapatos grandes, robustos, negros, de cordones gruesos, se apresuraban a descender por ella.

Tras ellos -sobre ellos-, un faldón negro, gastado, que sólo dejaba sugerir el arranque de unos calcetines, también negros, aunque de otra textura y tono; de inmediato la botonadura de una sotana y por fin, ya no nos podía sorprender, la cara de susto del cura de la Iglesia, destocado, y ligeramente despeinada su rala pelusilla, por la urgencia probablemente.

Su boca abierta duró más que la nuestra porque como la luz procedía de su cuarto no podía ver con claridad qué o quién estaba tras el muro, que en principio supuso derrumbado por causas no sabía si terrenales o divinas.

Nosotros en cambio sí le veíamos, de pie, mirando incrédulo a izquierda y derecha, sin capacidad para tomar una decisión inmediata.

Anselmo desapareció hacia atrás, como sintiéndose culpable involuntario del allanamiento, hasta la altura de Eugène, que hasta ahora había sido su guía, cediendo el primer plano, y la responsabilidad, a Armando. Yo pasé a un segundo plano -lo que no me costó mucho-, y Armando debió asumir, como propietario y causante del desaguisado, que la iniciativa le correspondía.

Prudentemente, no elevó demasiado la voz. Quizá debió hacerlo, pero le salió así.

-¿Padre? ¿Padre Mariano? –preguntó, como si no le conociera.

El cura se dio por aludido, pero no avanzó. Tan sólo frunció el ceño.

Ya se había percatado de que alguien, de este mundo, y que conocía su nombre, era el causante de su sobresalto, porque podía ver, al menos, una silueta oscura tras los cascotes que cubrían su sillón, perteneciente a alguien que además parecía conocerlo a él. Empezaba a pasar del susto al enfado, cuando Armando, rodeando el tresillo, caminando con precaución sobre los cascotes, se dio a conocer.

-¿Usted? –acertó a decir el cura.

Armando finalmente no había podido evitar mancharse, y trataba de solucionarlo, al tiempo que iba diciendo:

-Disculpe, don Mariano, ¿Podemos subir a explicarle...? – y señaló hacia la escalera.

Armando ya había recuperado su aplomo de empresario avisado, y nos invitó a seguirle; también a Anselmo, que todavía portaba el pico. Éste se deshizo, con escaso disimulo, del arma homicida, y salió el último, aunque no el menos importante...

Mientras Armando cogía por el hombro a don Mariano, guiándole hacia arriba hasta donde la escalera se lo permitió, empujándole con descaro para vencer su resistencia, Eugène y yo, y Anselmo detrás nuestro, saltamos sobre los cascotes e hicimos la misma ruta hacía lo que debía ser la casa parroquial.

Don Mariano resultó más comprensivo de lo que su atuendo clerical podía hacer imaginar.

Le convenía, por otro lado, llevarse bien con Armando.

Y al final acabamos, en su rústica mesa, en un aperitivo nocturno de cecina de ciervo, de la que tenía el restaurador de enfrente, regada con reserva de la marca de Armando.

Sólo Anselmo se retrajo un poco, pensando que don Mariano no olvidaría que era, sin duda, el ejecutor del desastre.

Pero como don Mariano no comentó nada al respecto, tras breve reflexión sobre la situación, acabó, como uno más, a nuestra mesa redonda, escuchando con poco interés viejas historias que justificaban el aprovechamiento particular que don Mariano hacía de aquella habitación, y haciendo gasto de la cecina y del vino.

Cuando nos despedimos de Armando, saliendo por la puerta de la vicaría, Eugène y yo ya habíamos sido víctimas de la graduación del reserva de Armando, y volvíamos, con cierta cara de felicidad estúpida, hacia el Golf, que se veía aparcado más abajo de la casa parroquial, iluminado por las farolas fernandinas de la entrada a la bodega, mientras Armando quedaba haciendo planes con don Mariano, al que empezaron a sonar bien los proyectos del bodeguero -que sin duda improvisaba-, sobre una utilidad más lucrativa de la Cripta Privada de Godoy, y Anselmo, que, al no tener otra misión inmediata, daba cuenta de los restos de cecina y vino tinto, mientras esperaba la ocasión de desaparecer, después de encontrar la ocasión de ser pagado, a poder ser de inmediato, por su dura tarea nocturna.

Eugène rió cuando nos subimos al coche, y no abandonó su cara sarcástica. Pero no dijo nada más durante todo el corto viaje.

Me abandonó en el portal de mi apartamento, y dijo hasta pronto.

Yo me subí, sólo a mi pesar, a dormir.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©