Sereira: Brigitte

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CAPITULO XI

La Loggia

La “loggia” estaba en el sótano de un antiguo figón de los cercanos o adosados a la catedral.

Se celebraban sub-rosae unas tenidas de lo más folclóricas, con vestimentas disparatadas incluidas.

La mayoría de los asistentes, jóvenes estudiantes, acudían a beber, a ligar o para hacerse leer las cartas del Tarot o la palma de la mano, como corresponde a la edad y al lugar.

Al principio me sorprendió la cita en tan estúpido local, que conocía de oídas, aunque nunca intenté investigarlo a fondo, por considerarlo una estrafalaria pérdida de tiempo.

La vestimenta gótica o necrófila no era obligatoria; en otro caso, me hubiera negado directamente.

En fin, acepté con reparos.

El ambiente era asqueroso: olía mal, a sudor, a tabaco, a porros, a vino agrio… desde el principio de la estrecha escalera de piedra pulida por el uso subía la pestilente vaharada.

El ruido de conversaciones en voz alta, risas y gritos, era otro motivo más para salir corriendo.

Juan, sin embargo, parecía seguro, y previendo mis dudas, me cedió el paso, no tanto quizá por educación, sino para que, quedando él a mi espalda, yo no pudiera retroceder.

Levemente posada su mano sobre mi hombro, me fue guiando.

El sótano, que a todas luces no cumplía ninguna ley de seguridad ni de sanidad, era sin embargo mucho más grande de lo que la estrecha entrada hacía pensar.

Apartando con educación a varios chavales desquiciados que pretendían hacer una “guija” utilizando una copa de coñac invertida, y dos o tres papeles recién anotados con “si”, “no”, “ella”, “él”,… que evidentemente se divertían de forma extrema, ayudados por el alcohol de un gran vaso repleto de hielo, cocacola, y no se sabía qué más, y que compartían, trataban de encontrar respuesta a sus dudas o deseos con respecto a la estudiante o salmantina, ausente, de sus pensamientos…

Salvada esta reunión, y superada otra más discreta donde una especie de bruja o gitana zíngara leía por turnos el Tarot, Juan me condujo a la derecha, donde un estrecho arco de medio punto daba acceso a otra sala, con menos iluminación, pero sin ruido: el exterior, una vez dentro, sonaba apagado…

El hombre de barba canosa, algo descuidada, que esperaba al fondo, sentado contra la pared a una mesa de madera maciza, redonda y oscura, saludó a Juan al verlo entrar, y a mí, porque iba a su lado, con una leve sonrisa.

Se levantó y nos dio la mano, primero a mí, luego a Juan, presentándose como Fulcanelli.

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