Se celebraban sub-rosae unas
tenidas de lo más folclóricas, con vestimentas
disparatadas incluidas.
La mayoría de los
asistentes, jóvenes estudiantes, acudían a beber,
a ligar o para hacerse leer las cartas del Tarot o la palma de la mano,
como corresponde a la edad y al lugar.
Al principio me
sorprendió la cita en tan estúpido local, que
conocía de oídas, aunque nunca intenté
investigarlo a fondo, por considerarlo una estrafalaria
pérdida de tiempo.
La vestimenta gótica
o necrófila no era obligatoria; en otro caso, me hubiera
negado directamente.
En fin, acepté con
reparos.
El ambiente era asqueroso:
olía mal, a sudor, a tabaco, a porros, a vino
agrio… desde el principio de la estrecha escalera de piedra
pulida por el uso subía la pestilente vaharada.
El ruido de conversaciones en
voz alta, risas y gritos, era otro motivo más para salir
corriendo.
Juan, sin embargo,
parecía seguro, y previendo mis dudas, me cedió
el paso, no tanto quizá por educación, sino para
que, quedando él a mi espalda, yo no pudiera retroceder.
Levemente posada su mano sobre
mi hombro, me fue guiando.
El sótano, que a
todas luces no cumplía ninguna ley de seguridad ni de
sanidad, era sin embargo mucho más grande de lo que la
estrecha entrada hacía pensar.
Apartando con
educación a varios chavales desquiciados que
pretendían hacer una “guija” utilizando
una copa de coñac invertida, y dos o tres papeles
recién anotados con “si”,
“no”, “ella”,
“él”,… que evidentemente se
divertían de forma extrema, ayudados por el alcohol de un
gran vaso repleto de hielo, cocacola, y no se sabía
qué más, y que compartían, trataban de
encontrar respuesta a sus dudas o deseos con respecto a la estudiante o
salmantina, ausente, de sus pensamientos…
Salvada esta
reunión, y superada otra más discreta donde una
especie de bruja o gitana zíngara leía por turnos
el Tarot, Juan me condujo a la derecha, donde un estrecho arco de medio
punto daba acceso a otra sala, con menos iluminación, pero
sin ruido: el exterior, una vez dentro, sonaba apagado…
El hombre de barba canosa, algo
descuidada, que esperaba al fondo, sentado contra la pared a una mesa
de madera maciza, redonda y oscura, saludó a Juan al verlo
entrar, y a mí, porque iba a su lado, con una leve sonrisa.
Se levantó y nos dio la mano, primero a mí, luego
a Juan, presentándose como Fulcanelli.
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