O sea que al final
sólo quería fotocopiar mis apuntes.
Me pareció un chico
simpático, al principio. Atractivo. Joven.
Aunque ciertamente, fui yo
quien lo buscó. No pensé que fuera tan sencillo.
Las largas charlas nocturnas en
el orfanato habían derivado, por fin, en algo
útil.
(…)
Aunque yo me limitaba a
escuchar, generalmente, se daba por descontado que estaba
allí. Mis amigas, mis compañeras de camareta,
admitían mi obligada presencia con cierta desgana, pero sin
acritud: El negocio consistía en que yo aportaba mi probada
inteligencia autista a la hora de los deberes, de los
exámenes, y a cambio Marta y Silvia toleraban mi presencia
muda en sus cotilleos, después de que las monjas apagaran la
luz.
No es que yo me mostrara muy
interesada en aquellos chismes, secretos, confidencias de
niñas abandonadas pero vitales; en realidad me sonaba todo
muy lejano, superficial e infantil –cómo si yo no
tuviera casi los mismos catorce años que ellas-; pero mi
atención morbosa no cesaba.
Marta era la mayor, por meses;
haber nacido en julio le confería además el
privilegio de ser Leo, es decir, líder natural, indiscutible
e indiscutida.
Incluso en el colegio, donde
las huérfanas estábamos claramente marginadas, no
tanto por mala intención, como por la no coincidencia de
intereses comunes, porque ¿qué se nos iba a
nosotras de hermanos, padres,… situaciones en las que no
podíamos tener opinión ninguna?
Marta sin embargo superaba esa
barrera, no sólo por unos pocos meses de ventaja, sino por
su innata capacidad para dirigir: Su opinión era respetada y
seguida, aunque nunca se tradujo en términos oficiales;
nunca fue elegida delegada, porque eso implicaba una
trasgresión imposible; pero la delegada oficial, Nuria, la
hija del coronel, no daba un paso sin antes conocer la
opinión de Marta; era un hecho aceptado, sobre el que nadie
comentaba nada.
Para Nuria, rebelde por
naturaleza y por contraposición a la disciplina que su padre
figuraba imponer, Marta era una referencia necesaria. Su
rebeldía se apoyaba en las peregrinas ideas de Marta, y en
su propia fantasía desbordante.
La adolescencia no
hacía más que amplificar esta relación
de negocios; al cabo, aunque no de forma directa,
suponíamos, y probablemente sería cierto, que en
su casa, en la de Nuria, la incomunicación era la norma.
Por tanto, las informaciones
prácticas en relación con el sexo, los cambios
hormonales, los escarceos seudo amorosos -platónicos por
supuesto-, sólo podían provenir de la
huérfana, Marta; en ese sentido, los pocos meses de
diferencia, y el desarrollo precoz de Marta, la hacían
aún más necesaria.
¿Quién si
no podía informarte sobre la irrupción de la
regla, sus molestias, y su significado, en el momento preciso?
¿De los cambios físicos que se
producían o se avecinaban?
Nuria prefería, a
falta de información familiar, que Marta, o Silvia, incluso
yo, la tuviéramos al día, en lugar de confesar su
ignorancia y ansiedad a una “igual” cuyos padres
actuaran con más responsabilidad que los suyos.
En realidad, no era
descabellado; la información que las monjas nos facilitaban
era fría, pero precisa; nada de informaciones inexactas de
las que se transmiten entre hermanas o primas, mayores o no.
Por ese lado, pues, el arreglo
estaba hecho; y Marta imponía a su amiga Silvia; y yo, la
pequeña Brigitte (nunca usaban diminutivos conmigo en el
nombre, pero sí el calificativo
“pequeña”) entraba en el lote como una
excrescencia inevitable de las otras dos.
Así se cerraba el
círculo.
(…)
Por eso conservaba en mi
subconsciente los consejos susurrados entre risas cómplices
en relación con la atracción fatal que se puede
generar en un chico, en un hombre, de forma intencionada.
Por eso, una leve
flexión, de puntillas, para alcanzar un manual del
último estante, en el estrecho pasillo donde dos personas no
se podían cruzar, provocó el inevitable roce de
mis nalgas con las suyas, y al volver su cara, la obligatoria
elevación de mis senos, que coloqué casi sobre su
nariz.
La huida rápida,
(perdón, perdón) con el manual inútil,
ocultando el título por si de él se dedujera el
truco.
Y su mirada, que taladraba mi
espalda ya.
Creo que sonreí, no
sé si sólo interiormente.
Ahora algo más
despacio para permitir que me siguiera al extremo de la mesa, apartado
y solitario.
Cuando, aparentando
distracción, levanté la vista, de mi texto (una
absurda disquisición sobre polímeros) ya estaba
sentado frente a mí, mirándome con sonrisa
estúpida.
Procedía fruncir el
ceño, y así lo hice; pero él
tenía una mirada más limpia de lo que
había supuesto, y no pude evitar contestar a su sonrisa con
otra.
(…)
Y sin embargo, sólo
quería fotocopiar mis apuntes.
Qué
decepción.
… y sin embargo,
hemos quedado esta tarde. Un café y un poco de charla.
Se llama Juan. Nada original: clásico.
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