Sereira: Brigitte

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CAPITULO IX

Algo equívoco

Condenada a la confusión.

O sea que al final sólo quería fotocopiar mis apuntes.

Me pareció un chico simpático, al principio. Atractivo. Joven.

Aunque ciertamente, fui yo quien lo buscó. No pensé que fuera tan sencillo.

Las largas charlas nocturnas en el orfanato habían derivado, por fin, en algo útil.

(…)

Aunque yo me limitaba a escuchar, generalmente, se daba por descontado que estaba allí. Mis amigas, mis compañeras de camareta, admitían mi obligada presencia con cierta desgana, pero sin acritud: El negocio consistía en que yo aportaba mi probada inteligencia autista a la hora de los deberes, de los exámenes, y a cambio Marta y Silvia toleraban mi presencia muda en sus cotilleos, después de que las monjas apagaran la luz.

No es que yo me mostrara muy interesada en aquellos chismes, secretos, confidencias de niñas abandonadas pero vitales; en realidad me sonaba todo muy lejano, superficial e infantil –cómo si yo no tuviera casi los mismos catorce años que ellas-; pero mi atención morbosa no cesaba.

Marta era la mayor, por meses; haber nacido en julio le confería además el privilegio de ser Leo, es decir, líder natural, indiscutible e indiscutida.

Incluso en el colegio, donde las huérfanas estábamos claramente marginadas, no tanto por mala intención, como por la no coincidencia de intereses comunes, porque ¿qué se nos iba a nosotras de hermanos, padres,… situaciones en las que no podíamos tener opinión ninguna?

Marta sin embargo superaba esa barrera, no sólo por unos pocos meses de ventaja, sino por su innata capacidad para dirigir: Su opinión era respetada y seguida, aunque nunca se tradujo en términos oficiales; nunca fue elegida delegada, porque eso implicaba una trasgresión imposible; pero la delegada oficial, Nuria, la hija del coronel, no daba un paso sin antes conocer la opinión de Marta; era un hecho aceptado, sobre el que nadie comentaba nada.

Para Nuria, rebelde por naturaleza y por contraposición a la disciplina que su padre figuraba imponer, Marta era una referencia necesaria. Su rebeldía se apoyaba en las peregrinas ideas de Marta, y en su propia fantasía desbordante.

La adolescencia no hacía más que amplificar esta relación de negocios; al cabo, aunque no de forma directa, suponíamos, y probablemente sería cierto, que en su casa, en la de Nuria, la incomunicación era la norma.

Por tanto, las informaciones prácticas en relación con el sexo, los cambios hormonales, los escarceos seudo amorosos -platónicos por supuesto-, sólo podían provenir de la huérfana, Marta; en ese sentido, los pocos meses de diferencia, y el desarrollo precoz de Marta, la hacían aún más necesaria.

¿Quién si no podía informarte sobre la irrupción de la regla, sus molestias, y su significado, en el momento preciso? ¿De los cambios físicos que se producían o se avecinaban?

Nuria prefería, a falta de información familiar, que Marta, o Silvia, incluso yo, la tuviéramos al día, en lugar de confesar su ignorancia y ansiedad a una “igual” cuyos padres actuaran con más responsabilidad que los suyos.

En realidad, no era descabellado; la información que las monjas nos facilitaban era fría, pero precisa; nada de informaciones inexactas de las que se transmiten entre hermanas o primas, mayores o no.

Por ese lado, pues, el arreglo estaba hecho; y Marta imponía a su amiga Silvia; y yo, la pequeña Brigitte (nunca usaban diminutivos conmigo en el nombre, pero sí el calificativo “pequeña”) entraba en el lote como una excrescencia inevitable de las otras dos.

Así se cerraba el círculo.

(…)

Por eso conservaba en mi subconsciente los consejos susurrados entre risas cómplices en relación con la atracción fatal que se puede generar en un chico, en un hombre, de forma intencionada.

Por eso, una leve flexión, de puntillas, para alcanzar un manual del último estante, en el estrecho pasillo donde dos personas no se podían cruzar, provocó el inevitable roce de mis nalgas con las suyas, y al volver su cara, la obligatoria elevación de mis senos, que coloqué casi sobre su nariz.

La huida rápida, (perdón, perdón) con el manual inútil, ocultando el título por si de él se dedujera el truco.

Y su mirada, que taladraba mi espalda ya.

Creo que sonreí, no sé si sólo interiormente.

Ahora algo más despacio para permitir que me siguiera al extremo de la mesa, apartado y solitario.

Cuando, aparentando distracción, levanté la vista, de mi texto (una absurda disquisición sobre polímeros) ya estaba sentado frente a mí, mirándome con sonrisa estúpida.

Procedía fruncir el ceño, y así lo hice; pero él tenía una mirada más limpia de lo que había supuesto, y no pude evitar contestar a su sonrisa con otra.

(…)

Y sin embargo, sólo quería fotocopiar mis apuntes.

Qué decepción.

… y sin embargo, hemos quedado esta tarde. Un café y un poco de charla.

Se llama Juan. Nada original: clásico.

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