En realidad, no echo de menos
nada. No se puede añorar lo que no se conoce más
que de oídas.
Y con la única
herencia de un nombre, Brigitte, que para mí no significa
nada, pero que me da una cierta seguridad, la sensación de
existir, de ser o haber sido algo para alguien.
Algo muy abstracto.
Sor Teresa no ha sido, ni nunca
lo pretendió, mi madre.
Su cariño era
indudable, pero no especial, al menos como yo lo quiero entender.
Y mi emotividad, poco
expresada, tampoco intentó establecer lazos que se pudieran
comparar con lo que yo podía llegar a observar en clase, e
intentar sentir por experiencia ajena.
Mi envidia,
lógicamente, se centraba en la figura paterna, idealizada y
misteriosa. El padre era el superhombre, por encima del bien y del mal,
desconocido. No era una persona de carne y hueso, sino alguien
superior, con poder absoluto, que mostraba su cariño y lo
regalaba en pequeñas dosis cuando le convenía.
Ese es el retrato robot que me
transmitían mis compañeras
“normales”.
Yo lo aceptaba,
obligándome a sentir una envidia que sin embargo no lograba
interiorizar.
Porque a las madres
sí las conocía. Eran personas imperfectas, con
defectos evidentes.
Sor Teresa, yo lo
sabía por comparación, le daba cien vueltas a la
mejor, debido probablemente a que su interés, a la par que
siempre sincero, podía y sabía mostrarse
imparcial.
Y sus defectos, que los
tenía, no avergonzaban a nadie.
Este obligado posicionamiento
mental me ha librado siempre de la presión familiar.
En muchos aspectos
prácticos.
Mis decisiones han sido siempre
propias, no inducidas.
Ningún amoroso
prejuicio ha influido en mi forma de actuar. Y las ideas y los
proyectos se vuelven más claros y fáciles de
llevar a cabo, por simple constancia.
Renunciando, claro, al aspecto
sentimental. Aun hoy sigue siendo para mí una
cuestión teórica. A lo sumo hormonal.
(...)
Eugène, su
“diario”, insinúa que Juan, su chico, es
o fue mi padre.
No lo consigo imaginar.
Ni siquiera tengo una imagen
suya que me sirviera de apoyo.
Eugène
sólo hace el retrato psicológico. No aporta
ninguna pista por la cual yo pudiera reconocerlo si me cruzara con
él en la calle.
En el modelo que
asimilé de padre, por referencias, encajaría
más Fulcanelli.
Pero no me inspira el
sentimiento que imagino debería sentir.
O simplemente soy incapaz de
sentir.
Juan, el que retrata
Eugène, resulta demasiado humano. Es débil,
manipulable, y sus actitudes llevan a la sonrisa o a la risa.
Resulta tierno.
¿Podría
enamorarme de él, como confiesa Eugène que le
sucedió?
¿Podré
alguna vez enamorarme de alguien?
¿Me importa que eso
suceda?
La verdad es que ni siquiera el
sexo puro me atrae lo suficiente, me parece.
Apenas me interesaba cuando
para mis compañeras era lo único existente.
Tanto menos ahora, tras
años de concentración en unos estudios que creo
me satisfacen.
Sólo que ahora me
pregunto, como no lo había hecho antes:
¿Y
después?
Los estudios no son un fin en
sí mismos, como intento a veces demostrarme o creerme.
Lo sé, pero no soy
consciente de lo que eso significa. No me interesa
planteármelo; no me interesa planearme un futuro.
Y aunque lo hiciera, no me
atrae en absoluto un futuro de madre de familia.
Ni sería capaz, ni
lo soportaría.
¿Eso es una ventaja?
Hay quien opina que
sí. Y quien ni se lo plantea.
Nuria es la prueba de que la
orfandad no es determinante en este aspecto. En realidad, siempre tuvo
muy claro su futuro, el presente que ahora le agobia, pero no mucho:
Está cumpliendo sus deseos de toda la vida. Agobios
incluidos.
No le hizo mucha gracia que la
buscara, ni siquiera por teléfono.
Comprendo que yo formo parte de
una etapa de su vida que desearía olvidar.
Me escuchó, sin
embargo.
Aunque enseguida paso a
contarme, que es lo que realmente le interesa.
Sus niños, su
marido, su Barcelona adoptiva. Para ella es como si su nombre hubiera
sido una premonición, en lugar del santo del día
en que fue recogida, o nació. No estoy segura ahora.
Mi nombre, aunque no tan
corriente en mi época, no me ha inspirado, que yo recuerde,
ni nostalgias ni futuros. No relaciono Brigitte ni con personas ni con
lugares, al menos hasta ahora...
Si tengo que creer a esta banda
de locos, incluido “mi” Juan, siempre tan amorfo,
me vino impuesto.
Sor Teresa me
repitió, cuando lo consideró oportuno, y
después, que mi nombre vino conmigo. Aunque,
quizá ante mi desinterés aparente, nunca
especificó de qué forma.
Tengo la vaga idea de que se
trató de algún escrito o nota.
Pero se debe a que, si hubiera
sido una entrega personal, si alguien me hubiera llevado al orfanato,
si hubiera contado algo para el recuerdo, como por otra parte es el
caso más habitual, lo hubiera sabido. Me lo hubieran contado
las monjas, como hacían por sistema. Lo sabía por
mis amigas. Era una de la confidencias corrientes y necesarias en
nuestro ambiente: La prueba de confianza hacia una amistad menos
superficial.
Mi nombre vino conmigo...
Ahora me suena
extraño. Nunca antes le di importancia en absoluto.
No sé si fue
Fulcanelli el primero en hacerme notar el detalle.
O fue posteriormente, con la
lectura del diario de Eugène, que nombra a una Brigitte con
la que me identifica...
¡Sí que me estoy volviendo loca!
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