Por supuesto, de forma
inconsciente al principio.
Desde luego, a mi padre
jamás se le pasó por la imaginación;
su imaginación era menor que su cariño.
Él tenía
claro que su chica iba a disponer de la mejor formación.
Era uno de los motivos
fundamentales por los que trabajaba sin descanso.
Y su mujer, su adorada, mi
madre, para mí algo distante a veces, influyó sin
embargo decisivamente en ello.
Pero la muchacha asilvestrada
que se crió por entre los viñedos, en cierta
soledad, que nunca apreció como un problema,
tenía a su abuelo por el héroe y el amigo que
marcó su infancia.
Su figura fue básica
para el futuro.
Al poco de nacer yo, mi abuelo,
mayor y cansado, decidió depositar toda su confianza en mi
padre, y desentenderse de las viñas y los negocios, para
disfrutar de la tranquilidad que no había tenido, y de su
nieta.
No recuerdo que
jamás insinuara algo extraño sobre la rama
familiar de que procedía, ni de dónde o de
quién heredó las tierras que cultivó
durante toda su vida.
Era el abuelo ideal, que
participaba en todos mis juegos, más de chico de campo que
de dulce dama, y me incitaba a cometer las tropelías que yo
aceptaba con alegría y complicidad.
A la vuelta de la universidad,
ya muerto él, investigué los antecedentes
familiares que entonces ya sospechaba. Y que me hicieron ver.
Y tornaron a mi memoria las
viejas pinturas románicas de la ermita que mi abuelo
interpretaba para mí como cuentos, y que mi mente infantil
guardaba entre colores brillantes y fantasías, para que
tomaran sentido muchos años después.
Ahora no puedo asegurar
qué parte pudieron asimilar mis tres o cuatro
años de asombro, y cuál pertenece a recientes
conocimientos adquiridos entre la adolescencia y la febril juventud
universitaria de aquel París tan especial y poco evidente.
Pero las imágenes
coloridas de sirenas, náyades,… se me aparecen de
forma automática y completan un todo con la
teoría y la exégesis de los mundos paralelos
donde casi habito.
A efectos prácticos,
sirvieron estas visitas a mi decisión de estudiar historia
del arte, algo que sólo a mi padre no terminaba de agradar,
pero que aceptó sin apenas discusión, presionado
sin duda por mi madre, y por la sonrisa cómplice de mi
abuelo.
Debió pesar
más de lo que imaginaba, porque aunque yo no era una alumna
destacada del colegio de la villa, mis estudios primarios no fueron
problemáticos, ni me ocupaban realmente mucho tiempo, por
desinterés en la “competencia”, a la que
no estaba sometida en ningún sentido, destacaba curiosamente
en matemáticas, la bestia negra sólo al alcance
de algunos privilegiados, pero que nunca me dieron problemas, aunque
tampoco despertaron mi interés, que se centraba
más en vivir la Naturaleza y disfrutar una infancia que
siempre recuerdo muy feliz, y nada complicada.
A pesar de mi casi nula
relación con niños de mi edad. Ellos
vivían en la villa; yo en el campo.
Esto animó a mi
padre a pensar en estudios de exactas, pero mi desinterés
era evidente, y lo olvidó.
Vencieron finalmente aquellas ancestrales sirenas bretonas de los
murales de aquella ermita, que ahora encuentro como una rareza, pero
que entonces era simplemente natural.
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