Brigitte, Brígida, mi
hija imposible.
Ángel
comentó algo, o lo soñó:
¿Se lo oí en sueños?¿Lo he
oído muchas veces, y ya no lo
recuerdo?¿Sueña él
todavía?...
Era nuestro único
acuerdo.
Nunca me molestó que
para él sólo existiera el trabajo, mientras
admitiera mi capricho.
A mí el trabajo me
importa una mierda, ya. Nunca me importó mucho, pero soy
consciente de mi competencia. Y sólo la he desarrollado por
él, hasta que...
Ya no sé que decir,
ni tengo nada que decir, y sus ojos de cordero degollado me dan asco.
Más que sus patéticos intentos de satisfacerme...
¿en qué?
No lo puedo evitar, me produce
la nausea que tantas veces imaginé, que deseaba con
pasión, sólo que ya es una nausea
inútil, único síntoma de un
embarazó que ya no puede ser ni imaginario..
No es mi intención
herirle, le amé. Ya no me queda moral ni para odiarle, sin
razón, ni para despreciarle, sin ira, ni apenas para vivir.
No me quiero sincerar con
él. No quiero que ni un resquicio de mi debilidad, ni un
flanco, quede al descubierto.
Cuando pensé
seriamente en la infidelidad, que no me podía reprochar -no
por cuestiones morales, sino puramente fisiológicas-
imaginé cualquier cosa. Cualquier solución, hasta
la más sucia, era buena.
Sólo
encontré una silla vacía, allá donde
la sombra de un fantasma se adivinaba, pugnando por materializarse. Yo
la percibía, casi conocía su nombre. Una
alucinación, con nombre propio, que ya no quiero recordar, y
que se repetía, que me perseguía, sin
súplica, pero como si en mi mano estuviera darle vida... Y
un deseo, sensual, un picor real, imposible de satisfacer.
No sé si hice bien
en comentarlo con el doctor. Se le suponía suficiente
discreción profesional, y yo fui muy imprudente.
Sin duda necesito un
médico... un psiquiatra. Recuerdo cómo me
envió al psiquiatra... o más bien se
libró de mí, que era ya su objetivo claro.
En las últimas
consultas, notaba su cara de impotencia, contrariado por mis visitas,
por mis confidencias que recibía con seriedad
fría, al tiempo que se notaba su esfuerzo por no escuchar,
por olvidar antes de saber...
Desde el principio, se
planteó el tema psicológico. Era elemental, y
hasta yo lo entendía. Todos los síntomas iban a
parar a una abstinencia insana, a un deseo de maternidad enfermizo, que
se traducía en continuas molestias y perturbaciones muy por
encima de las normales en una mujer, incluso en mi mismo caso...
Cuando por fin le
hablé de alucinaciones, después de haberme
rechazado con firmeza –me miraba como a una perra en celo,
que sólo por un resto de educación, y el uso de
la fuerza, soportaba- vio el cielo abierto.
El psiquiatra. Se acabaron los
antidepresivos suaves...
Él me
recomendó que se lo dijera a Ángel, a mi marido.
Nunca lo conoció, ni quiso. Pero era su
obligación decírmelo: Que confiara en
él...
Era hablar por hablar. En su
interior sabía, como yo, que esa posibilidad se
esfumó hace años.
Al poco de confirmar la
esterilidad de sus espermatozoides, de los que tanto
presumió.
Su castigo es desproporcionado,
pero el mío es insoportable.
Ya no hay compasión,
ni comprensión, ni odio ni lástima.
Solo una nube difusa, creada por las pastillas.
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