Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXXIX

Puesta de sol

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Teníamos que esperar a la puesta del sol, para la que aún faltaba una media hora.

En realidad, la hora exacta calculada por el doctor correspondía a unos minutos antes de la puesta del sol, con objeto de compensar el solsticio.  El solsticio marca el día más largo del año, y la hora de este ocaso -el nuestro, un par de días antes- hubiera correspondido a la noche, prácticamente, en aquel lugar.
Según el doctor, el rayo infrarrojo se produciría igualmente cuando el ocaso distribuyera su último haz de luz, solo que el que presumiblemente iba a rebotar sobre el centro geométrico del relieve de la torre, debido a la diferencia en la posición del sol lo haría en un ángulo que en la distancia se abriría más allá de la fuente; más a la derecha y más abajo.
Interceptándolo en una posición intermedia entre la torre y la fuente, a una altura asequible para una persona -incluso para Eugène- y haciéndolo atravesar una pequeña lente cuyos espesor y curvatura se habían calculado para ese momento y ese lugar, el rayo se desviaría hacia la izquierda y hacia arriba hasta alcanzar la base de la pileta de la fuente, donde pondría en marcha un mecanismo programado para dos días después.
El rayo venía colimado –condensado- desde la torre, en cuyo relieve existía un primitivo pero eficaz colimador que separaba la frecuencia infrarroja y la concentraba, como un laser, en forma de delgado rayo rectilíneo. Un mecanismo óptico ancestral.
Mientras Eugène me iba explicando todo esto -creo yo que para no darme más detalles sobre sus capacidades alquímicas, ni sobre sus verdaderos sentimientos, que era lo que a mí me interesaba más- las sombras se fueron alargando hasta anunciar el inmediato ocaso.
Así que nos levantamos y nos dirigimos a la posición que el doctor nos había definido.
(...)
Seguí a Eugène hasta una posición cercana unos quince metros de la fuente, atravesando los búnibos, cerca del centro de una pradera de césped.
Ella eligió el lugar exacto, se situó, de espaladas a la torre, de cara a la fuente, y extrajo de su bolso unas pequeñas gafas de visión nocturna, que se ajustó, y la lente, que sujetaba entre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda, eligiendo la altura y el ángulo que habían sido escogidos usando las proporciones de su propio cuerpo, tomado como referencia en las simulaciones virtuales. Se tuvo en cuenta, anoto marginalmente, que ella era zurda.
Para cualquier otra persona que no fuera ella resultaría muy complicado reproducir la posición exacta que iba a tomar la lente en su mano.
Las gafas de visión nocturna tenían por objeto ver la frecuencia lumínica infrarroja, que era presumible fuera la forma en que la manifestación tuviera lugar, aunque no era un objetivo imprescindible; tan sólo obedecía a la curiosidad.
(...)
La ejecución fue inmediata, pero impresionante.
Eugène me había indicado que no me quedara con ella, sino que me situara al lado de la fuente, fuera de la trayectoria activa. Así que me limité a esperar, observando atentamente la pileta de la fuente del reloj desde el lateral izquierdo mirando desde la torre, a su espalda. (de la torre).
No tenía ni idea, a pesar de todas las explicaciones previas -a las que no había prestado gran atención, porque estaba pendiente de ella, de sus ademanes y sus ojos brillantes- de lo que iba a suceder.
Entonces el último rayo de sol atravesó la vegetación.
Creí ver -o imaginé- un leve destello anaranjado, justo en la base de la pileta.
De inmediato, las losetas que formaban el Anillo que rodeaba la fuente -que no expelía agua desde unos diez minutos antes de que empezaran los avisos de los guardias par indicar a los visitantes la hora de cierre- parecieron girar sobre el eje de la pileta, que permanecía inmóvil; lentamente y sin ruido, como maquinaria bien engrasada.
Digo que giraba el Anillo, y permanecía inmóvil la fuente porque se me hacía más racional, y prefería conservar una referencia visual mínimamente segura, si bien he de confesar que mi sensación interior, la que me negaba admitir, es que todo se movía.
Pero era arriesgado, para mi salud mental, plantearlo siquiera.
Eugène, que supuse había podido ver el rayo y su trayectoria, gracias a su preparación previa, abandonó las gafas de visión nocturna sobre el césped y se acercó corriendo a mi lado.
Inútil urgencia, porque el giro, que ya resultaba evidente, era sin embargo lento y cadencioso, casi imperceptible:
Fuera lo que fuera que había que ver, parecía sobrar tiempo para ello.
Ambos permanecimos fijos en el lento giro del Anillo.
Al cabo de lo que me pareció un largo periodo de tiempo, que probablemente no superó un par de minutos reales, con un suave pero seco “clic” el giro se detuvo, y una de las losetas, la marcada con el número “V”, se destaco en relieve y con pálido resplandor, dibujando nítidamente el signo en contraste de luces y sombras. Tanto más cuanto que la oscuridad nos había ya invadido.
El giro, obedeciendo a un invisible mecanismo, se invirtió.
Eugène, tomándome de la mano, con prisa, me llevó hacia la loseta, saltando sobre el Anillo en movimiento, al otro lado de la fuente, donde el brillo pálido de la loseta permanecía, hasta que ambos trepamos sobre ella, tomando nuestras figuras, al hacerlo, una fosforescencia pálida, de la calidad de la luz de la que procedía; estatuaria, marmórea.
Esa impresión me vino sugerida por la figura resplandeciente de Eugène.
Sentí un calor ascendente, que se acentuó cuando Eugène -como hubiera podido sospechar- se enganchó de mi cuello para abrazarme por la espalda.
Noté -aunque no podía verlo- que no se mantenía estática, sino que su redonda cabecita giraba nerviosa observando hacia uno y otro lado no se sabía qué.
Todo a nuestro alrededor, hasta donde se podía ver, que no era mucho, permanecía en penumbra.
Finalmente me señaló hacia el centro, hacia la pileta, usando tan solo un dedo alzado, para no tener que separar su piel de la mía más de lo imprescindible.
El pétreo tazón de mármol, supuestamente inmóvil, estaba adquiriendo una cualidad translúcida que parecía mostrar algo en su interior en movimiento.
-¡Es un Aleph! –me susurró Eugène, alarmada- ¡No lo mires!
-¿Un qué?
-¡Olvídalo!¡No mires! Cierra los ojos –y usó sus dos manos para asegurarse-. Es una especie de trampa sutil. Un Zahir perverso.
Obedecí, qué remedio, ante su tono imperioso y su dos manos sobre mis párpados. Pero tuve tiempo de ver luces y figuras en movimiento, alguna de las cuales me resultaban familiares, otras absolutamente desconocidas, y todas ellas fatalmente atrayentes.
Al perder la visión, un leve mareo próximo al desvanecimiento me invadió, y note que la presión de las manos y el cuerpo de Eugène aumentaban sobre mi espalda, mis hombros,...
Algunas sensaciones de índole interna empezaron a resultarme familiares, y llegaban en aumento.
Pero el movimiento, que no cesaba (acabábamos de alcanzar algún otro tope mecánico, apenas audible, que indicaba, y así sucedió, otro cambio en el sentido de giro), aportaba una no muy agradable sensación de ingravidez.
Ante un leve quejido de Eugène, y desobedeciéndola, liberado de sus manos sobre mis párpados, que ahora presionaban mis hombros, abrí los ojos...
No me gustó nada lo que vi.
Volví a cerrar los ojos para poder pensar, o concentrarme, y poder concluir que lo que había visto era una ilusión óptica.
Pero sentí que el lento, desquiciado giro, continuaba cadencioso.
Lo que yo había creído ver, desde arriba, era que el Anillo entero se hallaba levantado sobre el suelo por nuestro lado, donde teníamos los pies, inclinado hacia el centro, y hundido levemente en el piso en el lado contrario.
Lo que no podía ser, porque con aquella inclinación hace tiempo que nos hubiéramos roto los huesos contra la pileta.
Y esto, por ahora, no había sucedido.
Aunque la injustificada sensación de ingravidez, absurdamente, lo justificaba.
No quise, en cualquier caso, confirmar la evidencia.
Menos cuando, me temo, nos dirigíamos hacia abajo, hacia la tierra, sólidamente definida, en la trayectoria loca de giro que estábamos describiendo.
Un cambio, apenas apreciable, del ambiente, del medio (no sé como explicarlo) pudo coincidir con el momento en que penetramos en el piso de tierra, si es que era verdad lo que, en un vistazo, había previsto.
Ahora sí que no quería mirar: apreté fuertemente los ojos.
Como desde otro mundo, me llegó la voz de Eugène, como compartiendo su fe:
-Podemos atravesar lo sólido –susurró, supongo que con intención de tranquilizarme-.
¿Sí? –pensé yo muy alarmado.
(...)
Por supuesto, y pensando en mi salud mental, no quise indagar nada sobre lo que estaba pasando.
Apreté más fuertemente los ojos cerrados, para estar seguro.
Pero claro, al hacer eso, empecé a ver luces, colores, puntos sobre fondo negro...
El fondo cambió a rojo pálido, con destellos anaranjados. Las formas reptantes, de un marrón suave y pálido, ramificadas, se extendían por todas partes. Parecían inmóviles, pero no silenciosas, sino susurrantes. Al atravesarlas, se apreciaba la textura de la viscosa savia, biología en estado puro, nutriente en simbiosis con los minerales disueltos en la tierra roja, que subía a través de las raíces hacia arriba, lenta cargada de valor, de vida.
La riqueza de la tierra, disuelta en agua regia, hacía aflorar y sostenía la vida vegetal por todas partes, desde lo más profundo y oscuro, donde sólo ancianas raíces alcanzaban con filamentosos tallos, muy por debajo de nosotros, en lo ocultos acuíferos, hasta -y ahora se avecinaban- las pequeñas y abundantes raicillas casi superficiales que flotaban en una estrecha capa de abono riquísimo y ventilado, entre formas vitales que intercambiaban constantemente jugos, excrecencias y nutrientes entre sí y con la vida vegetal.
Esta última frontera iniciática se traspasa cediendo calor, para surgir al aire fresco, de nuevo a la vida.
Morir y resucitar, se me vino a la mente; traspasar la primera frontera.
Tras esta alucinación (no sé si mis ojos habían permanecido o no cerrados, creo que sí), el aire puro de la noche estival, denso de miasmas vitales en flotación, penetraba entre los huecos atómicos que iba cediendo la tierra, y yo no necesitaba ver, ni oír, ni tocar, ni oler, porque los olores, las formas, los sonidos, estaban conmigo, dentro de mí.
Formaban parte de mí, y yo era ellos, un nuevo ser híbrido, con la personalidad difuminada, ampliada.
Ahora, no sé por qué, desconocía lo que era el miedo.
Como no necesitaba los ojos para ver, ni los oídos para oír, ni la piel para sentir, y no conseguía distinguir mi yo de lo que me rodeaba, y ya no distinguía mi yo del de Eugène -que era también yo, y yo era ella, y los dos éramos Mila, y los tres éramos todo lo imaginable por un humano-, empecé a sentirme francamente bien, estúpidamente feliz de ser como era y de estar donde estaba, y una plácida paz interior me invadió.
Por un breve instante.
También, y casi a la vez, un deseo egoísta de permanecer así siempre me invadió, durante un tiempo que no sé calcular.
También noté la manifestación vaga, escondida, de una sombra oscura, que no pude distinguir si estaba conmigo,  a mi lado, o era yo...
De pronto me sentí apremiado, agitado como para despertar.
Eugène me hablaba, sin voz. Su tono era dulce, suave. Sus palabras me incitaban a resucitar.
Me pregunté si ella había tenido las mismas sensaciones. Supuse que sí.
Me pregunté si ella también había visto la sombra, que ahora, al recordarla, me produjo un escalofrío.
Su voz me llamaba suave, sin sobresaltos, aunque con una nota de urgencia que yo no comprendía.
Sus brazos, que se cruzaban sobre mi pecho, apretando suavemente sus senos sobre mi espalda, me oprimían sin dolor.
-¡Mira! –comunicó a mi mente- ¡Abre los ojos!
Despacio, mientras recuperaba mi yo individual, mi cuerpo humano, abandoné la relajación y, con bastante trabajo, ordené a mis párpados, que se resistían, que cumplieran su misión, y se levantaran...


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Juan Antonio Pizarro Martín ©