Sereira:
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXXVII

La Puerta / Ciencia ficción

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Inopinadamente, encontré a Eugène en mi apartamento, delante de la pantalla del portátil, leyendo.

Me sentí avergonzado y molesto.
-¿Te has pasado a la ciencia ficción? -dijo Eugène, en el tono lánguido que la acompañaba últimamente.
No contesté.
Me pregunté cuánto tiempo llevaba allí, cuánto había leído, además de lo que comentaba. ¿Había leído mis historias de Ginger, que sin duda reconocería?
El ambiente de mis textos, desde luego, había variado.
Para salir de la situación violenta en que me encontraba, me apresuré a exponerle mis ideas sobre el Anneau-Tournant...
(...)
“Reclinados sobre sus tumbonas, Nathalie y Nim se adentraban en un paisaje de nieve. Compartían la misma travesía antártica desde tan solo unos cien de los antiguos kilómetros a vuelo de BIRD.
-Si quieres quedamos esta tarde. Puedo encargar unas cervezas en el pub.
-Bien.
-¿Cuantas cervezas encargo?
-Una y media, para mí, si no te importa compartir.
-No.¿Para qué hora?
-Hacia las cinco.
-No es muy buena hora. Ponen el té. Pero preguntaré.
El mando a distancia conectó el teléfono.
-¿Qué número desea?
-Elegiste la voz de Nadia -comentó Nathalie, como con desgana, pero Nim supo que le molestaba. No se percató a tiempo. Lo hubiera cambiado. La voz sintetizada de Nadia, indiferente, contestó a su "Pub Tetería" con un "En seguida, señor", mientras el juego luminoso giraba en fractales de auroras boreales, indicando  la búsqueda de la conexión solicitada.
Nim se volvió mientras hacia la virtual Nathalie, exacta al original en la distancia, con un ligero desfase inapreciable, y comentó, simulando indiferencia:
-Debí seleccionar sin mirar, ayer.
Pero, en un gesto que quiso parecer indiferente, ocultó con  la mano el principio de erección que la voz sintética le había inducido, bajo los efectos de un exceso de Afrodisia en el desayuno. Pensó para sí mismo: Otro error.
-Ya.
Nathalie hizo como que miraba hacia otra zona del paisaje nevado, donde unos árboles tupidos ocultaban en parte lo que pudiera ser un oso polar, absurdamente situado al sur, y que miraba con sanguinolentos ojos depredadores. Fue a comentar algo sobre la estupidez del guionista, pero un leve rubor y un vistazo, como casual, a sus senos, que le parecieron de pronto excesivamente separados, le hicieron callar y pensar  en cómo los modificaría. Porque parecían no excitar a Nim como ella esperaba, si recurría él a la excitación técnica. Bien sabía ella como funcionaba el selector de voz cuando se programaba en automático, para adivinar la voz deseada. Ella misma se había sorprendido, gratamente al principio, con la voz, y la presencia virtual, de Johns, al que ahora quería olvidar.
Como si algún signo externo la pudiera denunciar también, cerró un poco más sus muslos para ocultar su depilado pubis, sin dejar de ofrecer su cuerpo reclinado sobre los sensores de imagen, porque no quería que Nim adivinara sus dudas.
Pensó si había sido buena idea conservar el fondo de pared de su loft, argentino mate, que debiera resaltar su escultural desnudo y el leve dorado de su piel. No había pensado en que el reflejo del hielo de los icebergs lejanos que necesariamente formarían el paisaje podían no llevarse bien con la pared de su estudio. Meditó también sobre la conveniencia de haber elegido el pelo cobrizo que aparentemente excitaba a Nim, en lugar de  la calvicie absoluta que prefería ella.
Definitivamente, Nim tenía unos gustos un tanto primitivos en cuanto a temas capilares: Un día incluso comentó la posibilidad de que ella recuperara el vello pubiano, alegando que le excitaba especialmente sentir el contacto del suave vello artificial como preludio al coito. Un gesto suyo de disgusto aparentemente lo disuadió, pero esperaba que insistiera. Quizá por eso había elegido la calvicie aquella mañana, como para dejar clara su opinión al respecto. Los senos pequeños, separados y puntiagudos también habían sido elección propia, por lo que pensó que quizá debiera hacer alguna concesión a su favor, aunque no iba a renunciar a sus caderas amplias, que le proporcionaban un especial placer en el movimiento rítmico envolvente.
Ya había admitido, pensó por otro lado, usar caninos punzantes con los que morder sus hombros, su cuello y su espalda  cercanos al climax, que ella hubiera preferido succionante y basado más en los movimientos apretados de cadera, sus pies cruzados y cerrados con fuerza sobre su rabadilla.
Tampoco le satisfacía la manía de Nim de adornar su sexo con  aquellos pelos rizados y tupidos que a saber de qué modelo procedían. Ella lo encontraba insalubre, a pesar de saber lo cuidadoso que era él en cuanto a esto. Pero es que él...
Ahora se alegraba de, por pudor, no haber aceptado la conexión mental tan pronto. En este momento, demasiado pronto, estarían en una discusión mental con resultados impredecibles y el intercambio de mentalidades para llegar a la perfecta fusión podría no resultarle satisfactoria a largo plazo.
Bastaba con el detalle de que el inconsciente de Nim hubiera elegido el modelo Nadia, que ella detestaba. No se veía entendiéndose con aquella rubia, de piel blanco transparente y carne mórbida que parecía imponerse. Ella prefería compartir lecho con  un modelo más ecuatorial. Incluso de piel negra, llegado el caso. Le agradaría ayudar a la gestación de genes negros. Eran más fuertes”.
(...)
Estuvimos siempre al borde de solucionar el puzzle.
No me puedo atribuir el haber dado con la solución, sino, quizá, haber tropezado con ella; lo que no cambiaba mi acierto.
Debido a que Eugène y el doctor de nuevo me habían abandonado -no estoy seguro de las causas-, a que no me encontraba con el estado de ánimo mínimo para continuar con mi novela, que estaba en punto muerto, y aburrido de jugar con el ordenador, que últimamente me repelía un poco, cogí uno de los libros que había traído de mi último viaje a casa, en Madrid, sin mirar el título, de todos aquellos que me había prometido intentar leer, y me fui con él bajo el brazo hacia el agua y las sombras del jardín.
Por el camino meditaba -y no quería- sobre lo que me pudiera encontrar al volver a casa, en cuanto a Marta, Brigitte (¿mi hija?)... todo el lío que sin duda se desencadenaría a mi retorno.
Por suerte, y extrañamente, no había recibido ninguna llamada ni e-mail al respecto.
Salir de esas reflexiones despertó mi interés por la edición que había escogido al azar: Una curiosa colección de problemas pseudo matemáticos que Lewis Carroll publicó en periódicos de la época.
Problemas del tipo: “Si dos obreros tardan tres días en construir una pared de cinco metros, ¿cuánto tardarán en construir la misma pared diez mil obreros?”
Como se puede apreciar, problemas reales que se niegan a ser tratados usando la aritmética común.
“Matemática demente” era el título de la recopilación.
Parecía que el problema que nos planteábamos podría ser de ese tipo.
No puedo reconstruir el proceso mental que me llevó a lo que de inmediato me pareció la solución. Fue una reacción de esas comparable a una súbita inspiración. Una corazonada. Pero los factores externos la favorecían: Había retornado, de forma automática, a la Fuente de las Horas, y recordaba cómo habíamos recopilado la numeración Eugène y yo a medias.
Y ella contando en francés:
Un idioma que se ajustaba a la procedencia de los constructores de la Fuente.
Antes de verificarlo sobre el papel, ya estaba seguro de que la serie numérica alfabética cuadraría cuando se expresaran los números en francés.
Finalmente era lógico, y así resultó.
Debía comunicárselo, pero no lo podía hacer de inmediato. Había vuelto a olvidar intencionadamente el móvil, que tampoco tenía en su agenda ninguno de los números útiles para el caso.
Pero tampoco sentía la urgencia: Ya se pondrían en contacto conmigo, quisiera yo o no.
El mecanismo por el cual la serie, trasladada sobre el mensaje, facilitaba la clave, nunca me interesó. Al parecer guardaba relación con la posición de ciertas frases sobre un texto que yo no conocía.
De hecho, aún teniendo delante la propia Fuente y su desgastada secuencia latina, ni siquiera hice intento de levantarme para verificar... ¿qué?.
En realidad, y como las discrepancias no eran tantas entre el francés y el castellano, el doctor estaba a punto de llegar a la solución por otra vía, especulando con los huecos; tan sólo hubiera tardado un poco más.
Me agradeció, cuando se la comuniqué, la información, que también tuvo de inmediato como correcta: Eugène se la facilitó cuando nos vimos, pero no detecté en ella el entusiasmo de otras ocasiones.
A ella, por lo visto, le empezaba a abrumar la aventura también.
Se le notaba ligeramente deprimida, y me constaba que no era a causa de naturales situaciones periódicas.
Era más bien una relajación en su atención.
Yo lo comprendía, creo, e intenté ayudar en la medida de mis posibilidades; pero noté que ella empezaba a encerrarse en sí misma de forma alarmante, y mis intentos no parecían resultar eficaces; tampoco era un rol que yo desempeñara con soltura...
Todos, por separado, nos íbamos concentrando en nuestros propios asuntos personales que, ahora lo veía con claridad, nos eran en gran medida mutuamente desconocidos.
Quizá en el momento más inapropiado.
Eugène no había llegado a conocer tanto de mí como pudiera parecer: Desconocía -al menos eso pensaba yo-, la existencia de Gema y Brigitte, que formaban parte de mis preocupaciones inmediatas. (No sé cuánto habrá podido adivinar por su incursiones clandestinas en mis confusos textos, mezcla de recuerdos y ficción).
Yo no conocía de ella más que lo que me había querido contar; y además, con razón, yo siempre lo había cuestionado.
Siempre fue muy refractaria a compartir sus sentimientos, incluso en las peores circunstancias, cuando resultaban evidentes.
El doctor parecía descentrado:
Sus acciones resultaban adecuadas y eficaces, pero sus ojos grises no brillaban como al principio. No creo que tampoco Eugène supiera por qué derroteros se movían sus sentimientos; quizá una mezcla de responsabilidad y cansancio, pensaba yo.
Y la comunidad de intereses se presentaba de pronto como un lazo débil.
La nueva reunión en el loft de Eugène resultó triste, por aséptica.
Los próximos movimientos, sin embargo, estaban detallados y seguros.
Y cada cual tenía su parte perfectamente definida.
Faltaba la motivación.
El día amaneció luminoso.
El solsticio se acercaba, pero el doctor prefirió que nos adelantáramos un par de días, sin aducir motivos.
Por otro lado, tampoco quiso ni oír hablar de acompañarnos: Alegó algo referente a unos datos que urgentemente debía recopilar, en confusa y evidente mentira.
Eugène y yo de nuevo madrugamos sin razón: Teníamos por delante todo el día, y ninguna otra cosa que hacer que esperar.
Me citó en su loft, pero me esperaba en la puerta de la calle cuando acudí.
Evidentemente, tampoco había tenido un sueño plácido. Inquieto supuse, si se parecía al mío.
Por convicción o por sensación de despedida mostraba una alegría un tanto artificial: Nunca habíamos hablado de qué pasaría, en cuanto a nuestras relaciones personales, una vez hubiéramos llegado a la conclusión de la misión, que se avecinaba.
Es cierto que yo había hecho mis planes contando con ella, imaginando un futuro improbable porque no tenía base real fuera de mi imaginación: Amor de hombre...
Ella nunca se quiso comprometer, y su futuro pasaba, al parecer, por acabar su doctorado en Inglaterra, si no me había mentido; yo no me quise plantear la situación en ningún momento, por cobardía.
Paseamos, en silencioso y lento ambiente de despedida, por el jardín, hasta la hora de comer.
Se me ocurrió, en un momento de frustración, que ella no había querido que yo subiera a su casa para no tener que mostrarme sus maletas hechas, su hogar provisional desmantelado, listo para la partida.
Luego busqué en la memoria reciente algún lugar anodino y próximo para comer, que aportara a ser posible un mínimo de recuerdos, resultando que ninguno era satisfactorio; todos me evocaban sentimientos ambivalentes.
Pensé en el Castillo, al que llegaríamos en cinco minutos, que yo no había visitado con Eugène.
Ahora yo estaba haciendo todo el gasto en cuanto a decisiones, porque ella parecía como drogada: Aunque lo deseché, lo pensé muy seriamente.
Así que aceptó, sin comentarios, mi sugerencia.
No quise indagar si el lugar le era previamente conocido, ni por qué, en su caso.
(...)
Durante la comida intenté, con poca fe, que me explicara qué es lo que íbamos a hacer y cómo se iba a desarrollar la operación. No porque tuviera interés, sino para sacarla de su mutismo.
Me explicó, sin embargo, entre bocado y bocado, con una cierta desgana:


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Juan Antonio Pizarro Martín ©