Sereira:
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXXIII

Venus

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-Lo más importante es la Venus.

-¿Por qué? Es una referencia tan evidente...
-Quizá por eso -por obvio- me había pasado desapercibida ¡La he visto tantas veces! Además, ha sufrido muchos cambios y variaciones de posición.
-Eso no hubiera debido tener importancia, según tu teoría.
-Lo olvidé. En cualquier caso, en este punto yo no te he podido servir de referencia, porque es algo que yo ya había descartado.
-¿Y eso qué significa?
-Podría ser algún tipo de inspiración, o alguna cualidad que no habíamos detectado en ti. Al fin y al cabo, tú eres escritor... Pero no lo creo.
-¡Gracias por la confianza!
-No es eso. Ten en cuenta que hay otras formas de insuflar ese tipo de información...
-¿A qué te refieres?
-Podría ser inducida por el enemigo.
-¡No sé qué me da mas miedo, lo del enemigo o lo tuyo!...
-No bromees. Esto es serio.
-Bien –¡Bien lo sabíamos! La especulación parecía animarla, así que no comenté lo que me pasó por la mente. Dejé que siguiera.
-La cuestión es analizar la imagen, desmenuzarla para tratar de descifrar su significado. Hay detalles muy sugerentes.
-Mi impresión más persistente –quise colaborar- es la actitud de la figura, y el gesto con la mano, que me evoca un saludo, o una autorización...
-... Y produce un resultado, un efecto. No querría equivocarme, pero sugiere una  Puerta. Tengo que consultar urgentemente con el doctor, y no voy a utilizar un teléfono para hacerlo. Me voy a Madrid.
-¿Te espero a cenar? –dije sin esperanza: El retorno de su idée fixe (me inclino por la locura perniciosa) era evidente.
-No sé –meditó un instante-. No esperes –decidió por fin, sin querer mirarme a los ojos-.
Y Eugène se fue.
Me dejó algo preocupado, por su estado anímico, pero enseguida lo olvidé, porque para mí, en mi propia situación, me resultaba una carga excesiva.
Traté de concentrarme en mi novela, para aprovechar el tiempo. Quizá podría utilizar algo. En definitiva, como sucede a menudo, la realidad se adelanta, supera a la ficción. Y yo prefería no pensar en cosas desagradables. (¡Otra puerta!... ¡Menudo edificio malo de guardar!)
Hasta ahora había querido pensar que mi imaginación, en mi relación con Eugène, había ido por delante; me había sugerido situaciones que yo trasladaba, disfrazadas, al papel, adelantándome a los acontecimientos...
El sistema estaba mutando. La realidad nos pedía paso.
Decidí, de nuevo, que tampoco me apetecía escribir.
Finalmente, opte por pasear, ante el peligro que parecía ocultarse tras la posibilidad de un inocente sueño que me complicara la vida más aún.
Por supuesto, no me pude librar de mis recientes obsesiones, y mi automático deambular me llevó a la Plaza de San Antonio, presidida por la orgullosa Venus, entre la Iglesia y el puente, controlando su amplio territorio.
(...)
He visto a menudo la escultura, sin prestarle mucha atención. Aunque es de inspiración clásica, es sin duda de factura reciente.
Nada más fácil para ahondar en sus presuntos misterios que acudir a la amplia Plaza de tierra con que Aranjuez recibe a sus visitantes, siempre muy transitada por vecinos y foráneos y contemplar la fuente.
Su visión resulta, en realidad, agradable. Los tintes oscuros son obra de mi inconsciente, o de quien en él haya podido interferir.
Como conjunto, resulta algo heterogéneo, si bien su calidad estética es buena. Además, en la época en que fue erigida era habitual utilizar simbología tomada de los textos clásicos cuyo significado último a menudo cambiaba obedeciendo a códigos de la época que se han traspapelado.
En una descripción general, tenemos un estanque de piedra, octogonal, elevado sobre una plataforma, en cuyo centro una ancha columna -también octogonal-, con adornos incrustados en hornacinas, soporta la estatua en cuestión.
Todo el conjunto está esculpido usando el mismo tipo de piedra calcárea blanca extraída de una cantera cercana, excepto algunas figuras de mármol, como la propia Venus.
Para acceder al corredor que se forma entre el borde elevado de la plataforma y circunda el del estanque, existen cuatro entradas, con escalones. Al lado de una de ellas una concha jacobina -una vieira gigante, mayor que una pila bautismal- hace de pileta de una fuente de agua corriente, agua potable que procede de los manantiales de la meseta, destinada al consumo público, oferente...
Todos los ángulos de la figura están marcados con monolitos cilíndricos rematados en media esfera, que abundan en las esquinas del casco antiguo. Falos pétreos, según definición de un amigo de la localidad de imaginación desbocada -como la mía a veces-.
El estanque recoge el agua que se eleva en chorros desde diversos puntos estratégicos del grupo escultórico. El agua procedía del embalse artificial de la meseta, del regajal, de agua salitrosa. Aquel que habíamos llegado a conocer tan bien. No así el agua potable de la concha, que procede de los manantiales de Ciruelos, según me explicaron. En la actualidad, las viejas conducciones se han eliminado, y un motor eleva el agua hasta los pitorros simulados en las figuras de la fuente, a conveniencia del calendario: No suele funcionar si no es día festivo.
En ocasiones hubo en el estanque peces de colores y nenúfares, cosa que ahora no es posible, porque el agua, como acabo de comentar, no corre a diario -como sucedía antes-, y no es posible mantener vida que precise de agua corriente dentro del estanque.
En las paredes del pedestal octogonal se abren cuatro hornacinas rematadas en arco de medio punto donde leones y delfines se alternan como cabalgadura de sendos angelotes de las cohortes de Poseidón en actitud combativa. Cada  uno aporta al espacio su ración acuática en forma de chorros aéreos.
Sobre el pedestal está la Venus.
No quise elevar mi vista, mirarle a la cara, como si fuera algo vivo.
(...)
Nuevo cónclave en casa de Eugène.
Ella, el doctor y yo nos citamos a recapacitar sobre el futuro.
Repetición de otra, de nefasto recuerdo.
La ausencia, la baja, presidía nuestros actos.
El doctor prefirió pasar a la descripción, que había resumido, sin hacer comentarios previos.
“Se trata de una figura femenina del gusto de la época, completamente desnuda, salvo por un manto que sostiene indolente con su mano derecha y cubre parcialmente sus caderas. La mano izquierda reposa libre en su costado.
Sobre su pelo ondulado, una delgada cinta sostiene su peinado.
Su expresión -sonrisa burlona y enigmática-, es lo más griego de su porte, porque al contrario que una Kore griega, resulta en proporción un poco baja, y de formas algo más rellenas, al gusto del artista sin duda.
Por su elevada situación, privilegiada, es visible desde toda la plaza, y su mirada apunta a horizontes relativamente lejanos.
Su orientación, dato que creímos en un principio importante, ha sufrido modificaciones a lo largo del tiempo. Desde mirar descaradamente pagana hacia la Iglesia que tiene enfrente, a volverle la espalda, para ver a los visitantes que llegan a Aranjuez por el puente, a mirar al Palacio, a la izquierda del puente, o a la derecha, posando su mirada sobre el jardín dedicado a una reina niña con la que parece no simpatizar, según apreciación local.
La población de Aranjuez ha querido ver siempre motivos más o menos ocultos en estos cambios de punto de vista. Como si ella estuviera marcando o eligiendo objetivos circunstanciales. Como si no fuera de piedra, o fuera algo más que piedra.
En la actualidad mira a una esquina de la plaza, a la izquierda de la Iglesia, donde no hay nada, salvo las elevadas arcadas, como en un ciclo en serie infinita, en transición quizá de nuevo hacia la Iglesia, quizá al jardín, en actitud neutra.
La estatua está delicadamente labrada y en general tiene un aspecto plácido, que resulta natural. Tan solo su pierna izquierda se adelanta. Los detalles están cuidados, y el acabado pulido resalta la calidad del mármol.
En cuanto al simbolismo o significado, se entronca en el gusto neoclásico de la época de su erección. Motivo clásico, pagano, bello y estético considerando la estética preferida en la época.
Las intenciones de quien la encargó y de quien la llevó a cabo nos son, en principio, desconocidas.
Podrían ser motivos estéticos sin más.
Podrían representar algo concreto, o dar figura corpórea a algún sentimiento.
Podría representar la parte femenina del pueblo, de Aranjuez.
Todo esto son especulaciones.
Lo que se puede considerar un dato objetivo es la forma octogonal que señorea el conjunto.
Si bien llegar geométricamente a esta forma, que se aproxima a la circular, es sencillo de resolver, también sabemos que el octógono es característico de las construcciones templarias y asimilado a ellas, y que en su caso quizá expresaba un significado concreto y conocido en su momento, que se ha perdido u ocultado intencionadamente.
Lo cierto -y esto debiera haber guiado nuestros pasos desde el principio hacia esta construcción- es que la figura de Puerta que nosotros buscamos se asimila también a la forma octogonal, transición a la dodecagonal, y ello podría no ser casual.
Desde nuestro punto de vista, el símbolo estaría claro: Marca el lugar o la forma de llegar al lugar de una Puerta que conduce a un distribuidor octogonal.
En cuanto a la figura, viene destacada en el sueño de Juan, llamando nuestra atención sobre ella, y nos habla de un mecanismo concreto.
El siguiente paso sería desentrañar ese mecanismo para hacerlo funcionar”.
(...)
Lo que siguió fue una larga pausa valorativa, que nos incluyó a los tres.
Yo había escuchado al doctor con atención, entendiendo en líneas generales lo que quería decir, sin entrar en los entramados matemático / filosóficos.
Eugène estaba ya previamente informada, suponía para ella una repetición resumida de algo ya sabido.
Pero en ningún momento habló; ni tampoco se distrajo.
Escuchaba atenta y pensativa, sin expresión: Pensaba en Mila, probablemente.
Supongo que el doctor esperaba alguna reacción de nuestra parte.
En cualquier caso, no hubo tal.
La depresión se hizo notar, y todo parecía un poco más silencioso y oscuro.
Instintivamente, habíamos dejado libre el puesto que ocupara Mila, por lo que un observador desinformado hubiera detectado una distribución ilógica en nuestro acomodo.
Noté que Eugène, un poco más acurrucada sobre sí misma, aumentaba la presión sobre mis muslos, donde reposaba sus brazos y sobre ellos su cabeza.
O bien sentía el frío del miedo, o bien se disponía a aumentar la tensión para, en algún sentido, actuar; había ido yo aprendiendo a interpretar con bastante acierto alguno de sus gestos.
Y no sabía si desear una cosa u otra.
Mi estado de ánimo, y mis obligaciones profesionales, por qué no decirlo, me inclinaban a que se tomara la decisión de abandonar.
El doctor, en cualquier caso y a pesar de todo, no lo iba a hacer, por lo que Eugène era la indicada para inclinar la balanza en uno u otro sentido.
Nos despedimos sin tomar ninguna decisión.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©