Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXVII

Trampa

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Llegar a la sala subterránea se había convertido en una operación tan repetida, que es probable que los patos estuvieran ya habituados a nuestras excursiones nocturnas.

Al menos no se molestaban con nuestra presencia.
Una vez comprendido y descifrado el sistema, la apertura se había convertido en una rutina.
Así pues, nos dirigimos los cuatro con aparente despreocupación que ocultaba nuestros sentimientos profundos, sin novedad, a la “sala de máquinas”, como habíamos dado en denominar al gran salón, donde Aruxis permanecía impertérrito ante el atento escrutinio del doctor, y con poco esfuerzo de concentración materializamos una entrada suficiente para una persona.
Las coordenadas espacio temporales que el doctor había calculado fueron invocadas sin aparente dificultad, y tan sólo restaba desear suerte a Mila.
Técnicamente, nuestra presencia no era necesaria, pero la conciencia de un riesgo cierto, aunque estadísticamente cercano a cero, nos impulsó a ni siquiera discutir el que Mila se sintiera acompañada.
Incluso el doctor, poco aficionado a resolver por la vía del hecho, insistió en acompañarnos.
Es verdad que la despedida fue corta, pero emotiva.
La decisión de Mila hizo que no se prolongara. Unos besos, más o menos intensos según el caso -quizá más prolongado el de Eugène-, fueron suficientes.
Y Mila, con su reproductor grabador, lo que llamábamos Cámara Térmica, desapareció de nuestra vista en instantes.
La comunicación directa era imposible.
La ingeniosa forma en que controlábamos la integridad de Mila era un método indirecto:
Mediante una prueba de existencia en nuestro mundo real, que en este caso era una fotografía reciente, se verificaba cualquier posible accidente que tuviera como consecuencia la mutación, o la perpetua desaparición, en la que no queríamos ni pensar.
Distraídamente, Eugène portaba la susodicha fotografía, donde Mila se apoyaba de forma indolente sobre el tronco de un grueso árbol, de pie, el cuerpo de perfil y la cara vuelta, con mirada feliz, en dirección al objetivo, detrás del cual quizá pudo haber estado Hugo.
No.
Sabía ahora que eso no podía ser.
La foto no existiría.
Probablemente había sido tomada por Eugène, con la cámara de su móvil, porque la composición no estaba muy lograda: Cumplía una misión práctica, nada artística. Había yo comprobado por experiencia que la faceta artística de Eugène era casi nula, cuando no se trataba de problemas técnicos.
La imagen que ahora observábamos los tres muy atentamente -por que nada más podíamos hacer, por otro lado-, no había sufrido distorsión apreciable alguna. La simple transición no tenía por qué tener efecto. Su velocidad superaba la de la luz.
Esperábamos la llegada al cruce de planos donde suponíamos se encontraría el camino buscado. La llegada a esta encrucijada sí debía tener alguna consecuencia sobre la imagen.
Y en efecto, la imagen de Mila pareció desenfocarse, difuminarse, y adquirir un cierto grado de transparencia, lo que indicaba que todo iba según lo calculado, nos explicó el doctor.
Su misión concreta era hacer una exploración de la posición deseada y obtener los datos más detallados posibles para continuar con nuestro plan, confirmando que la entrada localizada fuera la definitiva.
El hecho de que la imagen adquiriera aquella transparencia era buen síntoma. Su duración, queríamos pensar que también lo era, aunque en realidad no era indicativo de nada, y esperábamos que la recogida de datos se completara con éxito, y estos fueran suficientes.
El doctor parecía sin embargo preocupado. No despegaba su ceño fruncido de la imagen que Eugène sostenía. Ella parecía nerviosa, como en pocas ocasiones la había visto.
Yo seguía optimista, porque mi noción del peligro estaba anulada por mi ignorancia, como de costumbre.
Al cabo de poco tiempo, se empezó a notar una alteración en la imagen, que pareció temblar, como si fuera un reflejo sobre agua ondulante.
Miré al doctor, y luego a Eugène, para confirmar que todo iba bien, y el efecto era normal.
Pero en ambos encontré el horror marcado en sus caras.
Evidentemente, algo iba mal.
Por su expresión deduje que lo que estaba sucediendo no sólo no era normal, sino que era malo, aunque ninguno de los dos profirió expresión alguna.
La ondulación de la imagen pareció crecer:
Mila ondulaba al tiempo que su imagen se iba desdibujando, hasta que definitivamente desapareció, quedando tan solo un paisaje inanimado.
-¿Qué ha pasado –dijo al fin Eugène, sin dejar de mirar, incrédula, la foto.
-No lo sé –dijo el doctor al fin- pero no me gusta.
-¿Ha podido entrar en alguna posición opaca?- insistió Eugène.
-No lo creo. Ella sabe cómo evitar eso.
Sin entender nada de lo que estaba pasando, yo me percaté de que la silenciosa puerta se había vuelto a materializar. Y pude ver que en su umbral estaba tan sólo la Cámara Térmica que Mila portaba. Se lo indiqué a ambos con un gesto.
El doctor se abalanzó sobre la cámara, y la recogió, justo un instante antes de que la puerta desapareciera.
¿Dónde está Mila?, me preguntaba yo.
Por la expresión de Eugène y del doctor, en una situación difícil.
Ambos miraban hacia la nada, donde instantes antes hubo una abertura. Luego atentamente a la fotografía. Parecían hacer esfuerzos mentales para que algo sucediera.
-No me gusta –dijo el doctor. Eugène no contestó.
-Tendremos que ver la grabación. Es inútil esperar aquí.
-No quiero ser pesimista, pero los síntomas son graves –añadió el doctor.
-Si se trata de un accidente, Mila sabrá resolverlo- dijo Eugène, mirándonos con esperanzada seriedad.
A pesar de todo, esperamos en silencio unos quince minutos. Finalmente el doctor, tomándonos por los hombros y cabizbajo, dijo:
-Vámonos. Aquí no tenemos nada que hacer.
Y volvimos los tres a casa, sin comentar nada.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©