Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXIV

Una interferencia

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Existen planos que se cruzan y planos paralelos.

Conociendo la forma y las consecuencias, es posible deslizarse entre planos paralelos.
Si elegimos correctamente el lugar y el momento, iremos a desembocar al punto justo que deseamos en el espacio y en el tiempo.
En realidad, los planos paralelos -y digo plano como una forma de hablar, para resultar inteligible, puesto que realmente es más propio hablar de universos paralelos-, son teóricamente infinitos, y no pueden, técnicamente, interactuar; aunque todo esto no es exacto; lo cierto es que existen interferencias sutiles entre mundos.
(Toda esta teoría está simplificada, por supuesto).
Dadas las circunstancias, y puesto que nos hemos tropezado con ello, tenemos que también considerar los universos -o planos, como prefieras-, de tipo convergente u ondulatorio: Aquellos que atraviesan de forma aleatoria, o siguiendo una periodicidad, o en un sólo punto, a los universos paralelos.
En estos planos habitan, por un lado, seres extraños al espacio tiempo, semi materiales, híbridos entre la vida y el espíritu puro. Seres superiores a la raza humana, que, debido a su superioridad, ni siquiera nos prestan atención, por lo que no es preciso considerarlos.
Además, a estos planos ondulantes van a parar los restos de los espíritus inmateriales de las vidas acabadas en forma accidental, prematura, o excesivamente apegadas a la materia: Lo que vulgarmente llamamos fantasmas.
Éste parece ser nuestro caso. Hemos coincidido con un fantasma.
Aunque, a juzgar por su forma de actuar y lo que parecen sus intenciones, no se trata de un espíritu ajeno a nuestro objetivo, sino involucrado e interesado en interactuar.
Quizá es un ser fantasmático...
(...)
Junto a la maquinaria, una figura con reflejos violetas, transparente, claramente humana en su aspecto general pero ajena a la vida conocida, inmaterial. No puedo precisar si estaba allí cuando llegamos a la inmensa gruta, o apareció ante nuestra presencia: Si apareció de pronto, lo hizo en absoluto silencio.
Nos miraba de frente, ojos titilantes, negros, faz envejecida, ceño fruncido, traje talar blanco del cuello a los pies... y a su través, la máquina: A través de sus manos, los mandos, indicadores, reguladores, que parecía intentar manipular.
¿Era real aquella presencia?
A pesar de su expresión adusta al menos a mí no me produjo sensación de miedo, quizá algo de rechazo indefinible.
Eugène, que había cogido mi mano y la apretaba nerviosa, se había situado a mi lado, pero levemente detrás. Sentí que mi inconsciencia me hacía valiente y, sin preguntar, empecé a avanzar lento pero seguro hacia la aparición, arrastrándola.
De pie frente al cuadro de mandos -para nosotros de perfil-, giraba la cabeza hacia nosotros, dándonos la cara, estático en conjunto, aunque su inmovilidad resultaba natural.
Su mano derecha, la más cercana a nosotros, se posaba sobre lo que parecía una palanca deslizante, inmóvil en cualquier caso. Su otra mano caía sobre su costado, y nos hubiera resultado invisible sin la cualidad translúcida que la perfilaba a través del ropaje; también permanecía inactiva.
Su expresión, como enojada, estática como una fotografía algo difuminada, quedaba perfilada por una luz que mostraba detalles, puntos, brillos de su faz.
Pensé en un holograma, una fotografía tridimensional conseguida con LASER, un efecto que me resultaba familiar: Esta idea tranquilizadora era probablemente lo que hacía que no aflorara en mí el miedo, sino la curiosidad.
Sin embargo, a juzgar por el modo de ocultarse tras de mí y la forma nerviosa en que apretaba mi mano, Eugène sí parecía asustada o preocupada. Evidentemente, su información era mayor que la mía, lo que yo hubiera debido tener en cuenta.
Sin embargo yo seguía acercándome, como si tal cosa, satisfecho de no hacer el ridículo por una vez ante Eugène, aunque sin valorar lo que mi audacia sobrevenida, de tipo nervioso, inconsciente, me pudiera costar.
La abundante luz de tono violáceo marcaba el ambiente general. La figura -u holografía si era cierta mi suposición-, seguía inmóvil.
Yo había avanzado hasta unos cinco metros de la posición en que permanecía, y me detuve por fin. Miré de refilón a Eugène para no perder la cara a lo que fuera, por lo que pude apreciar, además del reflejo violeta también sobre su rostro, que éste, y casi todo su cuerpo, se habían colocado descaradamente detrás de mí: Su expresión mezclaba asombro y preocupación, lo que finalmente me preocupó a mí, aunque no tanto como para superar mi curiosidad.
La figura, translúcida pero nítida y perfectamente perfilada, tenía el aspecto de algún antiguo sacerdote pagano, druida o similar: Abundante, largo, lacio pelo blanco; barba y bigote que ocultaban su boca, mejillas y cuello; ojos pequeños, negros y brillantes que titilaban de forma irregular, siguiendo el ritmo de la tenue iluminación; cejas tupidas, canas y en gesto de enfado o desagrado; frente que se adivinaba amplia, bajo el pelo, dividido por la raya central.
Sobre los hombros y hasta el suelo, una hopalanda clara, holgada, sin cinturón, de textura que asemejaba al lino, sin costuras visibles. Cerca del borde inferior una estrecha banda dorada rodeaba la toga como único adorno. En el borde de las amplias mangas se repetía la misma estrecha banda purpúrea.
Su mano derecha asomaba larga y huesuda, con su brazo desnudo casi hasta el codo, por la amplia manga arremangada; la izquierda, que se transparentaba a través de su costado, permanecía casi cubierta por la manga correspondiente.
Su inmovilidad era absoluta, salvo el titilar del reflejo de sus ojos y algunos brillos dispersos y cambiantes sobre su pelo y su vestimenta, consecuencia de la vibración violeta que inundaba la estancia.
Constatada su inmovilidad y la aparente inocuidad de lo que fuera aquello, y ante el silencio y la inactividad, traté de interesarme por el conjunto de la sala, que parecía contener tan sólo el panel sobre el que se apoyaba el anciano, y que se sostenía sobre algo parecido en forma y altura a un púlpito, de exterior metálico mate y sin dibujos o marcas.
Sobre el panel, diversos mandos e indicadores luminosos, uno de los cuales parecía ser el objeto de la atención del anciano.
La luz violeta parecía emanar de los cuatro bordes de la sala en su unión con el piso, pero esto era una impresión que podría ser un efecto óptico: Parecía más brillante cerca del ángulo que las paredes formaban con el piso y degradarse o difuminarse hacia la bóveda, invisible. Parecía también emanar de los bordes del púlpito donde éste se unía al enlosado del piso.
Estaba evaluando estas circunstancias, cuando nos sobresaltó una voz de origen incierto y volumen moderado, que dijo despacio "Salve", y luego continuó, lentamente, en lo que mis recuerdos infantiles de misa dominical detectaron como latín, si bien no dominaba yo en absoluto tal lengua.
Saltamos al unísono hacia atrás, pero la calidez de la voz y la evidencia de no existir ningún otro síntoma agresivo nos detuvo.
Entonces Eugène, por fin,  se me adelantó, escuchando con interés.
¡Si sabría latín, la chica ésta!
Eugène pareció recuperarse de su temor, que yo no había compartido hasta ahora, para prestar atención al discurso.
Debía ser algo de interés, porque se adelantó aún más.
(Absurdamente, puesto que, en cuanto al oído, no había ventaja alguna en la posición. O yo me estaba volviendo más precavido).
Me señaló la figura, que parecía seguir atemorizándola en cierta forma.
Sus labios, los de la figura, no se movían.
¿Era un grabación?
(...)
Sí; sabía Latín.
Araxis habló desde un lugar indeterminado.
Usaba el latín para hacerse entender, pero ese no era su idioma materno: El latín fue una necesidad, por su relación obligada con el imperio romano; su lengua original, que Eugène no supo catalogar, estimó sin embargo que pudiera ser una mezcla de gaélico y celta, con raíces norteafricanas.
Era, al fin, un dialecto muy localizado, sin duda poco difundido, formado por varias lenguas en confusión, pero sorprendentemente rico en expresiones espirituales y relacionadas con la naturaleza cercana: No resultaba práctico fuera de unos límites geográficos muy limitados conocer la designación descriptiva y compleja de ciertas plantas endémicas, por ejemplo, y sí su nombre vulgar latino.
Su latín, según Eugène, resultaba muy primitivo, con giros y palabras que no se usaban habitualmente. Pertenecía a la época de las primeras incursiones romanas en la península ibérica, poco evolucionado en comparación con el que las legiones romanas llevaron posteriormente a la Galia, a Bretaña o a Germania, pero en general sencillo de comprender, para quien comprendiese el latín, se entiende.
Todos estos datos le situaban en el tiempo y en el espacio.
El nombre que le fue dado en su tierra de nacimiento se podía transcribir fonéticamente como Arranses, y se latinizó como Araxis, o Aruxis, según la fonética que se aplicara.
Era, indudablemente, un espíritu de la tierra, atrapado en el tiempo.
Un fantasma olvidado de otras eras.
(...)
Tras unos segundos de atención, cuando el recitado hubo concluido, Eugène reflexionaba, aunque lo hacía en voz alta, de forma que aporté mis cualidades de oyente con apariencia de interés -lo único que podía hacer, como de costumbre-, intentando entender lo que murmuraba. Como no había entendido nada de lo que se nos había transmitido, tengo que suponer la relación entre lo explicado por el fantasma y las deducciones de Eugène. Pero no me consta.
(...) “Podemos establecer como hipótesis que el tiempo está dentro de nuestra cabeza.
Para apoyarla, aportamos la prueba de cómo la percepción del tiempo varía con la persona, la situación y la edad. Para los niños, el tiempo discurre muy lentamente, como en una espera impaciente; en la madurez, los años parecen volar; para los ancianos fluctúa en periodos irregulares,
Pero es una hipótesis poco sostenible, porque en el caso de dimensiones que tenemos más asumidas filosóficamente, como el espacio, se dan situaciones similares en cuanto a la percepción, y es demostrable que podemos usar medios objetivos para medir con exactitud cada situación. Es decir, la distancia entre dos ciudades cualesquiera es la misma si nos trasladamos de una a otra en avión o en bicicleta; sin embargo, al resolverse en transcursos de tiempo muy diferentes, percibimos la misma distancia como diferente, aunque somos conscientes de que no es así.
Aunque al hablar de percepción, que siempre resulta subjetiva, hablamos de fe.
Otro aspecto a considerar es el tratamiento, la forma de abordar cada caso. Y los resultados obtenidos pueden no depender del método:
La discusión entre psiquiatría y psicología no está, ni mucho menos, resuelta, y a menudo depende de la percepción en un aspecto que se puede considerar como subjetivo.
El fantasma, forma intangible, incrustada sin desalojar masa en un tiempo que no es el suyo, puede o intenta aportar consigo su propio tiempo y circunstancias, y su objetivo suele ser interferir interactuando; pero sus razones últimas están viciadas, porque no tiene en realidad capacidad suficiente para hacerlo.
Existe pues la voluntad inútil; la intención de cambiar, normalmente, un pasado desagradable o truncado.
Existe la voluntad, pero apenas la capacidad.
Las palabras de un fantasma no son fiables, como norma, pero expresan una realidad que puede ser presente y actual, o pasada e imaginada. O ambas cosas a la vez, por lo que necesitamos deslindar la información útil de la engañosa”.
Tras esta clase de filosofía aplicada, por fin pareció animada a actuar, que era lo suyo, lo que noté no sólo por su cambio de tono, sino por la presión de sus manos, como para captar mi atención inmediata:
-Si estuviésemos en la situación que pienso –me decía ahora Eugène, mientras miraba fijamente la figura transparente- podríamos intentar un experimento didáctico.
Interiormente me eché a temblar: Supuse, con experimentada razón, que yo sería el conejillo de indias objeto de tal experimento.
Más aún al apreciar el brillo burlón de sus ojos, el titilar de pupilas que presagiaba que dentro de poco me vería en situación precaria, mejorando lo presente, y a su merced, como de costumbre.
Ahora había aflojado de nuevo la presión, aunque no había abandonado su posición geográfica, detrás de mí, asomando sobre mi hombro, usándome claramente como escudo humano. (Aunque mi protección, yo era consciente, se limitaba a lo moral, más emocional que eficaz).
Al fin, y esbozando aquella sonrisa pícara, juguetona, que yo conocía, se adelantó sobrepasándome y avanzó, despacio pero sin dudas, hacia Araxis hasta situarse muy cerca suyo.
Sin volverse, me hizo con la mano seña imperiosa de acercarme a su lado, lo que hice, a pesar de mis abundantes y fundamentadas dudas.
Sucumbí a la tentación de apoyarme suavemente sobre sus hombros, lo que me dio de inmediato seguridad, por una mezcla de atracción animal y una transmisión, o intercambio, de energías positivas: Como de costumbre, yo no sabía qué comentar, ni se me ocurrían preguntas coherentes, así que mantuve un sabio silencio, concentrándome en apreciar el suave tacto de sus hombros desnudos.
Y aunque yo no creía mostrar síntomas de nerviosismo o temor, ella cruzó su brazo izquierdo hasta cubrir mi mano sobre su hombro, acariciándola con suavidad, como tranquilizando a un animalillo asustado, papel al que ya me iba habituando.
Lo cierto es que de nuevo ella controlaba la situación y yo, no sé con qué base, a decir verdad insensatamente, me fiaba de ella.
-Veamos –interrumpió mis precavidas reflexiones-. Creo que, primero, vamos a hacer una experiencia física, de verificación, curiosa.
Ahora se deshizo de mi mano, volviendo su cara hacia mí, para coger mi mano derecha con la suya, llevándola sin prisa pero con decisión hacia delante. Sin duda hacia la figura transparente e inmóvil, que fue limpiamente atravesada, con una sensación indefinible, o quizá inexistente fuera de mi cabeza.
Ella no intentó, por otro lado, avanzar.
Tan sólo estiraba su brazo, arrastrando al mío a través de los pliegues del vestido talar de aquella proyección lumínica inmaterial, en dirección al panel de control delante del cual nos encontrábamos los dos (¿O los tres?).
-Puede no ser un caso típico. Se trata aparentemente de un iniciado; puede que no sea alguien concreto, sino el símbolo de algo...Mi opinión es que se trata del símbolo del antiguo Aranjuez personificado.
Yo escuchaba sus incoherentes murmuraciones precavido, precaución que obviamente compartíamos.
Sin embargo su prevención se justificó cuando, al unísono, y al contactar con algo material que se manifestó en forma de cosquilleo eléctrico, como un calambre de baja intensidad, saltamos ambos hacia atrás.
Tan sólo un breve trecho, porque la corriente no sobrepasó ningún umbral de temor o alarma, o dolor, aunque suficiente para que ambos echáramos nuestros brazos hacia atrás, repelidos.
De inmediato volvimos a la carga (volvió quiero decir, tras coger de nuevo mi mano) mientras Eugène  seguía murmurando algo relativo a que no era real,... no sé que.
Como auto convenciéndose; lo que a mí, lógicamente, me mosqueaba...
Soportando esta vez el leve cosquilleo que provocaba el contacto con algo de cualidad material, pero de solidez extraña, iniciamos una excursión sobre los relieves del armatoste, como si fuéramos ciegos.
A decir verdad, iba apreciando semejanzas con nuestra experiencia en el sótano de la corrala, aunque también se daban diferencias de conjunto notables: Sobre todo, no existía, o yo no la apreciaba, señal de vibración sonora.
Hoy, para mi sorpresa -aunque parecía hablar consigo misma, por que no me miraba-, Eugène parecía dispuesta a dar algunas de las explicaciones que habitualmente me escamoteaba: Quizá para verificar en mi interpretación, de ignorante, si el modelo que teníamos delante encajaba con el que ella preveía o imaginaba. Para contrastar sus percepciones.
Me consolaba comprobar que ella no lo sabía todo...
-La figura fantasmática sólo existe como imagen de luz –recitaba, mientras atravesábamos impúdicamente la cintura de Araxis -. No existe en realidad salvo como ente viajero del tiempo, atrapado en su propia idea.
-La Máquina es real –continuó en tono didáctico.
Ahora rozábamos la superficie de tacto hormigueante de la maquinaria, siguiendo sus formas, sus indicadores y sus mandos.
-Es real, pero su materia comparte varios tiempos diferentes. Su materia aparece y desaparece, se desintegra y se integra sobre una sucesión de tiempos a una frecuencia elevadísima, invisible para la vista humana, pero que se aprecia mediante una sensación táctil.
Curiosa situación, pensé. No quise imaginarlo. Pero no quería interrumpir, así que guarde mis preguntas estúpidas para otro momento.
-Indica –siguió ante mi silencio atento- una Puerta Abierta, aunque invisible. Se precisaría una invocación...
Se interrumpió, para continuar con tono responsable:
-Pero no lo vamos a hacer.
Su decisión me tranquilizó un poco.
-Quizá podríamos grabar la información de Araxis, pero no creo que en realidad sea muy importante. Bastará con que recordemos las líneas generales.
Supuse que se refería a ella misma, porque yo de latín...
Seguimos, manos unidas, la inspección. No conocíamos, al menos yo no podía imaginar, la utilidad del panel, que parecía estabilizado en posiciones y marcas fijas.
Como respondiendo a mi cuestión muda, indicó ella, más informada:
-Se trata de un control para una maquinaria magneto – temporal, que estabiliza y marca el acceso. Es una especie de boya indicadora del magneto principal que, como sospechaba el doctor, está en estas coordenadas, probablemente bajo nosotros. De ahí proviene la luz que parece filtrarse del piso.
Perfecto. Ya sé lo que es, pensé para mí. ¡Qué bonito es saber! Ya no pude más:
-¿Para qué sirve? –acabé tirando a voleo.
Sorprendentemente, hubo una respuesta concreta, en lugar del “no te preocupes”, tan preocupante.
Aunque la respuesta no rebajó mi preocupación:
-El uso adecuado del magnetismo es un medio muy eficaz para el transporte. La energía magnética, correctamente usada, adquiere las cualidades de la energía gravitatoria, comparte con ella naturaleza y potencia, y por ello la puede vencer o controlar, lo que facilita el viaje espacial, complementario de la ingravidez.
-Ya –quise simular que entendía.
-Igualmente, al superarse las dificultades del viaje intergaláctico, el transporte temporal queda al alcance de la mano.
Empezaba a aburrirme de no entender y sentí que era hora de tomar una decisión de inmediato.
Sospeché que ya estaba tomada con antelación, y quizá fue eso lo que me animó a preguntar: Poder obtener una respuesta positiva a mis deseos.
No voy a negar que los experimentos físicos me resultaban curiosos, pero todo ese mundo sin pies ni cabeza debía necesariamente resultar peligroso, y no había por qué añadir riesgos inútiles, aunque Eugène pareciera tenerlo todo tan claro.
-¿Nos vamos? –insinué.
-Sí.
No añadió ningún comentario.
Pareció, en un último vistazo, recopilar los últimos detalles para justificar la tarea exploradora.
Me puse a pensar, con desagrado, en todo lo que nos quedaba por desandar:
El camino de vuelta se podía hacer largo, y los accidentes o despistes no estaban descartados.
Miré la hora, para evaluar las posibilidades de aprovechamiento del resto de la noche: El reloj se debió estropear en alguna de las inmersiones en agua o lodo, a pesar de las garantías del fabricante. Aunque no era fácil saber si la hora que marcaba se refería a la mañana o a la tarde, la lectura resultaba absurda en cualquier caso: No existe una hora que se pueda definir como las cuatro menos y cinco, como el chisme parecía indicar. La rotura parecía afectar a algo más que a la maquinaria: Era como si las saetas del reloj se hubieran descoyuntado por un sobre esfuerzo, marcando una hora imposible.
Miré al cielo, para ver si las estrellas me podían suministrar alguna indicación sobre la hora, pero como no estoy muy familiarizado con la bóveda celeste, sólo pude concluir que el cielo estaba despejado, y el firmamento, bello, estaba presidido por la luna llena.
Anochecía en el valle.
-¿Vamos? –me invitó Eugène, abriendo la puerta del Golf.
Hasta pasado un buen rato no me pregunté cuándo y cómo habíamos salido del subterráneo.
Me sentía de nuevo estúpido.
No sabía ni cómo plantear la cuestión.
Como ella callaba, me concentré:
-¿Cómo hemos salido?¿Qué hora es?
-¡Hombre, por fin! –se reía descaradamente.
-La verdad –continuó ella- es que hubiera preferido volver directamente al apartamento. Pero hubiera tenido que recoger el coche mañana. Y son sólo unos minutos más.
-¿Tenemos prisa? –mi temor a sus habilidades automovilísticas se manifestó, al no poder reaccionar con lógica.
-No en realidad. Hemos ganado algo de tiempo, aprovechando la Máquina del tiempo.
-¿La qué?
-La que custodia Araxis. Él lo dijo ¿No lo oiste?
-Yo no sé latín –constaté con enfado.
-La Máquina es capaz de funcionar hacia el futuro, como todas, y hacia un pasado limitado por su propia construcción. En este caso la era cuaternaria, si nos fiamos de Araxis.
-¿Qué?
No sabía de qué estaba hablando. Me concentré en reconstruir nuestra salida, y no encontraba nada en mi memoria. Lo único grabado allí era Eugène tomándome la mano mientras yo consultaba el reloj; de inmediato las estrellas, y Eugène abriendo su coche.
Por más que me esforzaba, no recordaba nada más. Me frotaba la mano, como si un leve picor, en el umbral de los sentidos, la afectara.
La mano que ella me había tomado.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©