Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XX

Sereira / Dolphins

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No es exactamente como ella lo contó, pero quise conservarlo como un preciado regalo.

Sus cuentos, a veces –pocas-, parecían románticos. Y aunque en general mostraban su carácter esquizoide, yo me veía arrastrado por su convicción.
La supuesta doble naturaleza de Sereira, Eugène, se apoya en una leyenda simbólica que expresa una evolución inversa. Yo se la quise atribuir a Ginger, salvando enormes distancias, pero resultó intransferible:
“Un Cuento de Sirenas.
Los Delfines ya no añoran la tierra.
Me han contado que hubo un tiempo en que ellos, los Atlantes, la dominaron. Pero el orgullo y la mezquindad guiaban sus acciones; así, no vislumbraron el final inevitable de su peregrinación insensata, y lo que hubiera podido ser sosegada evolución hacia su fusión con la Tierra, con el Universo, degeneró en  feroz involución: en su destrucción física, que arrastró con ella a su entorno.
El uso irresponsable de la Tecnología interfería claramente en los ecosistemas; sin embargo, salvo un pequeño núcleo de críticos despreciados por catastrofistas, el poder, asesorado por científicos en nómina de intereses espurios, no quiso prestar atención a los síntomas. Y la masa popular se negaba a escuchar nada que supusiera renuncia a la vana comodidad adquirida mediante el abuso de los recursos del planeta.
Cuando sobrevino el desenlace, ya fue demasiado tarde: Se había sobrepasado el tiempo concedido a la reflexión.
Hubo desesperados intentos de última hora, productos de su idolatrada Tecnología, irrespetuosa con la Filosofía y la Ciencia pura, que aceleraron la máquina en forma tan indiscriminada e irresponsable que la catástrofe predicha por los críticos fue inevitable y sorpresiva, y de la orgullosa Civilización Atlántida sólo quedaron leyendas orales transmitidas por los escasos supervivientes, aislados voluntariamente de los grandes centros urbanos, abandonados finalmente a merced de la cruda Naturaleza, esquilmada ahora hasta sus más íntimas raíces.
La Energía en estado puro, virtualmente inagotable, extraída directamente del Sol, el intento insensato de tomar las riendas que controlan el galope de los caballos de Helios, parecía la solución ideal: Haciendo conductora la atmósfera, el Viento Solar se condensaría en gigantescas construcciones piramidales distribuidas estratégicamente por el globo terráqueo, y la energía de fusión, limpia y sin residuos, cubriría eternamente las necesidades de un planeta superpoblado, habituado al lujo gratuito.
Pero los mágicos caballos se desbocaron: Un gigantesco cortocircuito arrasó toda la desprotegida superficie, y el inmortal Helios reinó de nuevo en todo su cruel esplendor.
Tan sólo una limpieza general, un hipotético Diluvio Universal, sostendría la esperanza de recuperar la vida.
En la memoria colectiva, un supersticioso temor inculcado en los restos de la raza superviviente permaneció como defensa; pero el paso de las eras, la decadencia de la memoria, hizo que el tabú degenerara en cuento que la renovada confianza en sí misma de la nueva evolución desestimó como mitológico: Era su forma de expresar su desprecio por un pasado que no querían asumir como propio.
Sin embargo, se ofrecían sacrificios humanos al Sol -que ya había demostrado su potencia-, como compensación a los pecados taumatúrgicos de los que se sentían secretamente culpables. Se aceptaba tácitamente que no se debía mirar de frente a tan potente dios.
Poseidón, su antiguo protector, había sido olvidado, arrinconado.
Mientras tanto, mucho antes del desenlace, un pequeño grupo de Atlantes, de espíritu pacífico, habiendo ya renunciado a ser escuchados, se fueron aislando de los últimos núcleos de su generación con intención de fundirse con el medio natural, y en su filosofía emergió la idea del retorno al medio original de todas las especies: el líquido amniótico, el Mar.
Anfibios primero, en tránsito mental y físico para el gran retorno propuesto por sus sabios dirigentes, adoptaron finalmente el medio acuático como único, convirtiéndose, tras larga y laboriosa evolución, en Delfines.
Ignorados del mundo cuando sobrevino la gran catástrofe, ésta apenas rozó su profundo retiro acuático en comparación con lo sucedido en la superficie.
Su forma de vida, extraña ya a la humana, ni siquiera consideraba la tradición como sistema. Su propia génesis se diluyó en el olvido; su conciencia intelectual reclamaba otros usos, y la distancia entre tan distintas especies se hizo casi insalvable.
Ya habían incluso olvidado cómo ellos mismos, en un último esfuerzo desesperado, generaron desde la profundidad abisal el Diluvio que anegó la superficie lavándola de residuos radiactivos para posibilitar una regeneración. Y rescatando una simbólica pareja de cada especie en los escasos refugios que, elevados sobre el agua invasora, se libraron de la inundación en los diferentes continentes, preservaron la semilla biológica.
Cuando, evos después, la nueva humanidad evolucionó lo suficiente como para ser consciente de su propio medio, a punto de entrar otra vez en la espiral de desarrollo insostenible que anunciaba una nueva crisis, de nuevo pequeños núcleos, decepcionados por no ser escuchados, dieron en acercarse a la Naturaleza, en protesta contra la nueva civilización tecnológica.
Y en su filosófico camino, tropezaron con los Delfines.
El entendimiento parecía improbable, pero la sospecha de que fuera posible despertó el interés de estos disidentes que se acercaron al Mar y adoptaron algunas de las costumbres que habían observado en los Delfines -aquellos extraños hermanos- como el respeto y la convivencia con el medio, y la poliandria como sistema de supervivencia de la especie.
A su vez los Delfines, sintiéndose observados, fueron saliendo de su letargo de eras, y colaborando tímidamente en la compleja intercomunicación.
La Sirena simboliza esta etapa intermedia, esta lenta transición hacia la convergencia. Su lengua, sus cantos, portan un mensaje común a ambas especies, y es atrayente y dulce, obsesivo; pero también insinúan un camino sin retorno para quien cae en sus redes, como bien entendió Ulises, porque implican una renuncia.
Su espíritu pacífico y respetuoso se expresa en su feminidad, lo que es tan sólo indicativo de su carácter, ajeno a la violencia de todo género.
Pero ese modo de comunicación común, esos cantos de Sirena, son la superficie de algo más profundo. La comunicación entre especies se establece en posiciones espacio temporales, donde ambas se puedan entender, salvando las dificultades biológicas y mentales.
Algunos iluminados, inspirados por aquellos cantos, solitarios caballeros combatientes en medio de aquella gran Mancha, enemigos jurados de los molinos de viento que representan los insaciables gigantes controladores de tempestades y mareas, intuyendo la intrínseca maldad del camino sin retorno a que pudiera conducir el abuso de la Tecnología, aun sin consciencia de la tragedia que se desarrolla ante sus ojos, se quejan, clamando contra tan perversa raza, la suya misma, causante directa del futuro que se adivina, y auguran, pesimistas pero combativos, contra ese eterno ciclo: el reflejo de la explosión  sobre sus propios ojos cobardes y ávidos de comodidad a costa de cualquier traición a toda la humanidad, síntoma de la fiebre que produce la inspiración diabólica”.
(...)
Eugène pretende formar parte de ese pequeño núcleo de población que contacta con la antigua raza atlante, que habla con los delfines; de ahí su cualidad de Sereira, de sirena.
Su interés se centra en, a través del control de los medios mentales y las confluencias temporales, converger hacia una nueva unión, una nueva especie que mejore a todas las existentes hasta ahora, que respete el medio y se adapte a él con naturalidad, limitando al máximo sus necesidades biológicas.
Entorpeciendo e interfiriendo esta comunicación, un núcleo sinárquico de humanos sin conciencia intenta controlar para sus propios fines estos medios con objeto de detentar el poder absoluto sobre la tierra; ellos son los que nos vigilan y persiguen.
Como cuento, resulta sugerente, inquietante...


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Juan Antonio Pizarro Martín ©