Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XVIII

Brigitte

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Gema apareció aquella mañana en mi piso, temprano, pero no lo bastante como para que no se enteraran todas las vecinas.

Evidentemente quería hacerse notar, siendo como era ese su carácter y su aspecto, independientemente de que contara con mis simpatías, sin fundamento, por otro lado.
Ella y una bolsa de deportes, grande y llena, me despertaron con el timbre sonando a rebato.
Mi primera intención fue no levantarme: Supuse que sería alguna equivocación, algún vendedor, alguna pareja de mormones... ¿a esas horas?.
Como insistía, en plan alarma, me senté sobre la cama, me puse la camisa y un pantalón corto que usaba en casa y, descalzo, haciendo más ruido del que yo quería, traté de averiguar por la mirilla quién sería, acción inútil como recordé inmediatamente porque la puerta de entrada era la única parte de la vivienda que no era exterior lo que hacía que ni de día ni de noche, ni con luz de la escalera ni sin ella, jamás aquel rincón saliera de la penumbra.
Aún así, pude intuir cómo un brazo irreconocible se dirigía de nuevo al timbre.
Ya había debido alertar a mi planta, y dos más arriba, y dos más abajo: Se oían puertas abriéndose y cerrándose por todas partes, y la caja del timbre, al lado de la puerta, termino de machacarme la cabeza, como a traición.
Hubo que abrir.
Traté de borrar mi gesto de desagrado como pude, y poner cara de dormido, lo que no me costó ningún trabajo:
Gema y su bolsa al lado, en el suelo, su largo pelo rubio, su figura esbelta, delgada en la cintura, notable en busto y caderas que acentuaban unos ceñidos vaqueros y una camisa que debió coger prestada a su hermano pequeño porque a duras penas ocultaba su busto. Aunque, entallada como estaba, había que descartar tal posibilidad.
Y su boca, que raramente se mantenía cerrada, bien entrenada pues. Volumen alto y tono levemente cazalloso, como en perpetua afonía,
-Pero Juan ¿Todavía no te has levantado? –fui a decir que sí, que si no lo veía, pero no hubo tiempo material más que para seguirla, tras su bolsa, que parecía pesar  y ella arrastraba por el suelo con ambas manos sobre las largas asas, mientras la empujada a patadas, dirigiéndose ¿a dónde?
Aún no había yo podido reaccionar, y ella seguía hablando, a la vez que inspeccionaba, buscando yo no sé qué...
-¿No te ha llamado Marta? –abrió la puerta del baño, volvió atrás, entró en mi despacho-dormitorio, donde hizo un gesto de desagrado por el mal olor que , a su juicio, imperaba; no paró de hablar.
-¡Cómo huele esto! –y siguió buscando, hasta encontrar el sofá cama donde arrojó su bolsa, se sentó, me hizo señas con la mano para que me sentara a su lado, sin interrumpir su monólogo.
Yo le había seguido, tropezando con ella cada vez que cambiaba de dirección hasta, exhausto, el pie del sofá, que no me decidía a usar por temor a volverme a dormir.
Me arrastró, en cualquier caso, a su lado.
-¿No te ha llamado Marta? –repitió-. Me dijo que lo haría.
Yo no sabía si había llamado o no, porque mi móvil debía andar, descargado, por algún rincón, por falta de uso a mi pesar.
-...me quedo hasta el domingo. Ahora podemos salir a tomar algo, y luego comemos por ahí. Ya conocerás todos los restaurantes de Aranjuez. He oído hablar de alguno...
¿Hasta el domingo?¡Si es viernes! Empezaba a tomar contacto con la vida. Por cierto, pensé que era una suerte que Eugène no se quedara anoche. Hubiera resultado una situación comprometida. Aunque yo no me sentía obligado con Gema en absoluto, en ningún caso hubiera soportado que Gema y Eugène,... era una suerte.
¡Y las vecinas! Oía puertas y movimiento en la escalera; me estarían despellejando: ¡Ya que se habían acostumbrado a Eugène! Bah, ¡que piensen lo que quieran!
-... tú dirás dónde se sale por la noche aquí –seguía Gema-. Viniendo de la estación, no he visto mucho ambiente...
-Son las nueve de la mañana –acerté a comentar, distraído-. ¿Has venido en tren?
Eso sí era extraño.
-Sí. Es que tengo el coche roto. En vez de quedarme en casa el fin de semana, llamé a Marta, por si tenía plan. Y lo tiene, pero con Ángel ¡No los entiendo a esos dos! Le pedí tu teléfono, y me dijo que no podía ser...
Se supone que Marta no sabía dónde estaba yo. Pero claro, el helicóptero me delató...
-... y me dijo: ¡Si está aquí al lado! Precisamente el otro día...
Confirmado ¡Vaya torpeza! Bueno, era temprano, a ver qué le contaba a Eugène, porque ni Gema parecía mi prima, ni las hubiera convencido, a ninguna de las dos, de que... Tengo que pensar, rápido. Tengo que poner a cargar el móvil, que no me vuelva a traicionar. Tengo que llamar a Eugène. Pero ¿tengo yo el teléfono de Eugène? Siempre ha sido ella la que ha llamado. Y yo, por supuesto, podía haber tomado el número, pero no lo he hecho. No sé dónde vive. ¡Vaya lío! ¡Y esta chica no para de hablar!
(...)
Por algo que yo no podía comprender, Gema fue capaz de ir prefiriendo exactamente los mismos lugares que yo había conocido en Aranjuez con Eugène: ¡Qué fenómeno tan interesante es una muchacha!
Mi interés por salir de la ruta que ya para mí se había convertido en habitual resultó bastante más difícil de lo que yo había pensado...
Mi interés provenía de la preocupación por no tener un encuentro indeseado, lógicamente. Pero resultaba al parecer imposible evitar que Gema se sintiera atraída, como un imán, por todos aquellos sitios que Eugène prefería.
A la hora de comer, y ante su sugerencia de buscar algún gango de la ribera, me tomé un respiro al fin, porque no me constaba -o al menos nunca habíamos hablado de ello- que Eugène conociera el restaurante que hay dentro del jardín que yo llamaba “inglés”, con poca precisión. De hecho, siendo este jardín mi preferido, Eugène parecía evitarlo.
El inopinado y absurdo castillo iniciado a construir -aunque inacabado- para deleite de los reyes a la ribera del río hacia 1800, dentro del recinto del jardín, permitía comer a la carta en una terraza al aire libre contemplando el lento discurrir de las aguas en un meandro que delimitaba un ángulo obtuso que se cerraba con una hilera de grandiosos plátanos en la linde del jardín, y que proporcionaban sombra ante el crudo estío que se anunciaba.
No era necesario entrar al jardín para acceder al castillo porque un puente colgante de uso peatonal permitía el acceso desde la otra orilla, paralela a la carretera general, pero yo prefería llegar andando por la larga avenida arbolada que partía de la puerta principal del jardín del Príncipe. Además no disponíamos de medio de locomoción particular, averiado el de Gema, inexistente el mío.
Ella tampoco, como Eugène, pareció interesada por la gran arboleda: La soportó sin comentarios y con resignación, ante el cebo de una comida que yo había prometido excelente, en forma optimista, porque en realidad de aquella terraza sólo conocía el sabor del Martini.
Sí le gustó el castillo, imitación de medieval torre del homenaje.
Pretendió que nos sentáramos sobre la terraza superior de la torre, pero el camarero -al que no apetecía subir y bajar cargado de platos- nos disuadió por las malas: Estaba prohibido, dijo. La terraza de la ribera estaba muy bien.
Juzgué que no mentía, en cuanto a la terraza.
Tras un licor dulce, de color amarillento, con hielo, Gema se decidió a la confidencia, que parecía ser su objetivo, aparte de pasar un fin de semana de gorra a mi costa, porque en ningún momento hizo amago de ir a pagar en ninguno de los sitios donde estuvimos.
Por otro lado, yo conocía su economía de supervivencia, por lo que me sentía obligado.
Tengo que admitir que, en cualquier caso, comer tampoco es que comiera gran cosa: Una ensalada y algo de pescado pagado a precio de caviar.
Deduje que su interés era averiguar a través mío qué posibilidades tenía ella con Ángel. No sabía yo que decirle: la verdad, o mantener la farsa de que quizá...
En conjunto, ella no me caía mal, aunque su vitalidad me sobrepasaba. Como le dije a Ángel, parecía tener la edad de su hija, Brigitte. Y supongo que ideas similares.
Hacía tiempo que no veía a Brigitte. Sus años en la universidad la habían alejado, lógicamente, de sus relaciones familiares, que ella tampoco puso ningún interés en mantener. Por eso -y no por el prestigio de la universidad- decidió ir a Salamanca, creo yo, mientras se preparaba para obtener una beca Erasmus,... no sé donde. Estudiaba alemán.
Sea como sea, Brigitte siempre me miró como a un bicho raro, como el tío soltero ese que toda familia tiene, y el tiempo parecía confirmarle en esa opinión despectiva.
No me constaba que hubiera Gema contactado con Brigitte; podría incluso desconocer su existencia.
En cualquier caso, e incluso considerando que socialmente pertenecían a ambientes diferentes (porque Brigitte a veces me resultaba algo “pija”, cosa que no se apreciaba en Gema), me pareció que su forma de razonar y abordarme era similar a la de Brigitte: Demasiado directa para mis gustos anticuados.
Y salvando las distancias nacionales, a la de Eugène, que tan sólo tendría algún año más que ellas, calculaba yo.
Adelantando acontecimientos yo me había armado, creo que con acierto, con un J&B, largo de hielo.
Los patos de la ribera escandalizaban entre los cañaverales cercanos, las largas ramas de los sauces llorones pendían indolentes sobre el agua, dejando que sus extremos fueran suavemente arrastrados por la pausada corriente del río; el árbol del paraíso y algún otro que no reconozco perfumaban en exceso el cálido ambiente, solo soportable a la sombra.
El ambiente resultaba bucólico, plácido.
Mientras paseábamos hasta el castillo, Gema pareció molesta o resignada, haciendo sólo desganados comentarios de muchacha de ciudad.
Durante la comida habló, más que comió, de cuestiones intrascendentes que yo no entendía ni me interesaban, nombrando sitios y personas para mí desconocidos.
A los postres, hizo una pausa preparatoria y, después de un primer sorbo del empalagoso licor amarillo, Strega quizá, se decidió al parecer a hablar:
-Tú conoces a Ángel desde hace mucho.
-Sí –ya estábamos-.
-Y a Marta.
-Supongo que sí.
-¿Tú sabes que clase de “negocio” llevan?
Interpreté -creo que acertadamente- que no se refería a la asesoría ni al bufete de abogados. En ese caso se trataba, realmente, una indiscreción. Lo que yo suponía que iba a suceder. Por eso hacía rato que me estaba preparando a no contestar. Me concentre en el sistema gallego, que interpone otra pregunta para evitar contestar...
-¿Cuánto tiempo llevas con Ángel? –Y yo tampoco me refería al bufete. También era una indiscreción, aunque su respuesta sí me interesaba, si bien no pensé que me contestara. Quizá se sintiera ofendida, cosa que me convenía, para cortar y evitarme profundizar en temas privados.
Pero no fue así.
-En la oficina, seis meses. Con Ángel, como tú dices, algo más de un año. Coincidimos en una fiesta del Círculo de Bellas Artes, en carnaval...
Me sorprendía. Pero no quería perder terreno:
-En un año has debido tener tiempo de hacerte cargo. Quizá a Marta la conoces menos, pero Ángel,...
-Marta es mi tía, por parte de madre.
-¿Qué? –quise reaccionar, ganar tiempo-. No os parecéis mucho.
-¿Tú crees? Puede ser.
-¿Te buscó ella el trabajo?
-Me buscó para Ángel. Mi tía y yo no nos habíamos tratado mucho antes. Yo no necesito el trabajo, pero me divierte, es interesante... Me habló de ti...
-¿Marta?
-Sí. Dice que Brigitte es hija tuya.
-¿Brigitte? –estaba sorprendido y enojado. De repente, pensé que Gema me estaba mintiendo, por alguna razón que yo no entendía, que por algún motivo inconfesable me quería confundir, para obtener algún resultado que sin duda me perjudicaría-.
Estaba molesto, mi expresión lo indicó claramente, pero no pude evitar calibrar la sospechosa información.
Por eso pensé en Brigitte: Pensé -nunca se me había ocurrido semejante idea- si nos parecíamos en algo.
Sin duda se parecía a Marta...
Pensé de qué situación se pudiera derivar tal resultado, suponiendo que fuera cierto. Realmente, tenía la vaga sensación de que era probable que... Pero, enfadado, traté de contraatacar.
-Eso no es cierto –Puse cara de enfado, lo que no me costó nada-.
-¿No lo recuerdas? Marta sí.
-No hay nada que recordar –corté-. Y no sé quién eres tú. Te presentas en mi casa fingiendo que te aburres en Madrid. Me dices ahora que tu “tía” Marta te envía. No creo nada de lo que me dices.
Eugène me había escarmentado bastante, observé. Y continué:
-Para sacarme la información que deseas, que no sé cuál puede ser, tendrías que inventar algo más verosímil.
Quería parecer sutil, agudo, pero me sentía enfadado, y eso era evidente.
Me sorprendió entonces observar que Gema, que se había comportado con cierta frialdad desde que salimos de mi apartamento, me sostenía la mirada, con sonrisa de esfinge, enigmática, que nunca le hubiera supuesto.
Me fijé en sus ojos verde azulados (¿Como los de Marta?), que no tenían aspecto de mentir, en sus delineadas cejas, demasiado oscuras, que delataban su rubio dorado artificial, pero que favorecían indudablemente su expresión: No indicaban en este momento la superficialidad que yo le había supuesto. Me sorprendió que me recordaran, en algún detalle que no podía concretar, a Eugène.
Bueno, sin duda serían de una edad similar, lo que podía influir más que su país de procedencia. Y al fin, ¿qué andaba yo haciendo mezclándome en historias de adolescentes desquiciadas?¿Lo que yo le afeaba a Ángel?
Traté de recordar cuándo había sido la última vez que había hablado con Brigitte. Me estaba convenciendo de que Gema no mentía.
Pero todo ello era absurdo, estúpido, aún siendo cierto...
Me pareció recordar un respeto impensable en una muchacha tan independiente y contestona como ella. O lo estaba imaginando al reconstruirlo ahora.
No conocía, en realidad, a Brigitte, ahora me percataba, aunque presumiera de lo contrario.
De pronto, sentí que la actitud de Gema en ese mismo instante era idéntica a la de Eugène en situaciones similares, como estudiando mi sorpresa y deduciendo mi cadena de pensamientos: Me sentía transparente, lo que acentuaba mi desagrado.
Salvo que Gema no hizo -menos mal- ningún movimiento de acercamiento físico; ello me defendió frente a mi dudosa entereza de carácter.
-¿Quién eres tú? –volví a insistir.
-Me envía Marta. Se supone que tú me puedes ayudar.
De nuevo, notaba cómo mi proverbial paciencia se iba agotando por momentos. ¿Pero en qué clase de enredo me estaban mezclando, sin mi permiso?
-Mira, yo, como tú debes saber, estoy aquí supuestamente tranquilo y aislado para poder terminar mi novela. –Hablaba serio- ¡No me interrumpas! –ya me conocía ese truco- ¿Qué es eso de que te envía Marta?¿Para qué? Yo no soy una hermanita de la caridad que anda ayudando al prójimo por ahí y haciendo favores a todo el que vaya viniendo, aunque no quieran ser favorecidos...
-¿Quieres que te pague la comida? ¡La verdad es que ando siempre mal de líquido! Ángel paga poco y tarde... –reía descaradamente. Se reía de mí. ¡Vaya novedad!
-Sabes que no hablo de eso –se me pasó por la imaginación preguntarle por Eugène, si conocía su existencia, pero me contuve a tiempo -¿Qué es lo que quieres?
-La verdad es que ya nada. Creo que he constatado lo que quería. No pensaba que Marta estuviera acertada. Formáis una extraña pareja, Ángel y tú. Complementaria...
-¿Y a ti que te importa? –resultaba odiosamente descarada. Más que Eugène...
-Bueno. Tienes razón. No quería molestarte. Solo que la marca...
Apoyé los puños, cerrados, sobre la mesa, con ira duramente contenida, sin hablar...
-¡Vale, vale!... –ahora no reía. Se sintió sin duda intimidada- ¡Qué carácter! Eso no es lo que Marta me había indicado...
Traté de calmarme, por un resto de educación. Al fin y al cabo, Gema no parecía ser la causante directa de mis “desgracias”, parecía más bien una enviada poco informada. ¿Trataría de sonsacarle algo..., o sería peligroso, para mí?
-Me tenéis muy harto –finalicé- ¿Cuándo te vas?
-Si me acompañas a la estación, esta misma tarde.
-Podemos pedir un taxi. –no ocultaba mi frío enfado-.
Ella intentó una disculpa, que yo no quise recibir.
En la barra, mientras atendía al pago de la factura, pedí al camarero que me buscara un taxi, lo que hizo sin comentario ninguno.
(...)
Después de recoger sus cosas en mi apartamento, y de una fría despedida en la estación, la espía desapareció de mi mundo, por el momento.
De su concentrada inexpresión no supe deducir hasta qué punto su misión había sido cumplida.
Me prometí hablar con Marta, pero ahora resultaba más complicado: Sabía que, por el momento, no iba a hacerlo. Tenía que asimilar algunas cosas; re posicionarme.
Me inclinaba también a no comentar nada de esto con Eugène. A no ser que ella lo adivinara.
Pero no lo consideraba probable: Ella nunca me había oído hablar de Marta, ni de Ángel, antes de nuestro trato telefónico comercial, y no parecía haberle prestado ninguna atención. Por supuesto, desconocía la existencia de Brigitte; más aún de Gema.
Estaba casi seguro. Por eso preferí que no se hubieran encontrado...
Sin embargo, me quedó la sensación, desde     que detecté en Gema aquella extraña expresión introspectiva que en ocasiones adoptaba también Eugène, y la evidencia de la “marca”, por ambas mencionada, de que de alguna manera Gema, o Marta, si lo que había dicho no era un invento, sí que conocían o intuían la existencia de Eugène, o de su círculo...
Y eso probablemente era importante.
No sabía que hacer.
Gema me dejó lleno de confusión.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©