Evidentemente quería
hacerse notar, siendo como era ese su carácter y su aspecto,
independientemente de que contara con mis simpatías, sin
fundamento, por otro lado.
Ella y una bolsa de deportes, grande y llena, me despertaron con el timbre sonando a rebato.
Mi primera intención fue no levantarme: Supuse que sería
alguna equivocación, algún vendedor, alguna pareja de
mormones... ¿a esas horas?.
Como insistía, en plan alarma, me senté sobre la cama, me
puse la camisa y un pantalón corto que usaba en casa y,
descalzo, haciendo más ruido del que yo quería,
traté de averiguar por la mirilla quién sería,
acción inútil como recordé inmediatamente porque
la puerta de entrada era la única parte de la vivienda que no
era exterior lo que hacía que ni de día ni de noche, ni
con luz de la escalera ni sin ella, jamás aquel rincón
saliera de la penumbra.
Aún así, pude intuir cómo un brazo irreconocible se dirigía de nuevo al timbre.
Ya había debido alertar a mi planta, y dos más arriba, y
dos más abajo: Se oían puertas abriéndose y
cerrándose por todas partes, y la caja del timbre, al lado de la
puerta, termino de machacarme la cabeza, como a traición.
Hubo que abrir.
Traté de borrar mi gesto de desagrado como pude, y poner cara de
dormido, lo que no me costó ningún trabajo:
Gema y su bolsa al lado, en el suelo, su largo pelo rubio, su figura
esbelta, delgada en la cintura, notable en busto y caderas que
acentuaban unos ceñidos vaqueros y una camisa que debió
coger prestada a su hermano pequeño porque a duras penas
ocultaba su busto. Aunque, entallada como estaba, había que
descartar tal posibilidad.
Y su boca, que raramente se mantenía cerrada, bien entrenada
pues. Volumen alto y tono levemente cazalloso, como en perpetua
afonía,
-Pero Juan ¿Todavía no te has levantado? –fui a
decir que sí, que si no lo veía, pero no hubo tiempo
material más que para seguirla, tras su bolsa, que
parecía pesar y ella arrastraba por el suelo con ambas
manos sobre las largas asas, mientras la empujada a patadas,
dirigiéndose ¿a dónde?
Aún no había yo podido reaccionar, y ella seguía
hablando, a la vez que inspeccionaba, buscando yo no sé
qué...
-¿No te ha llamado Marta? –abrió la puerta del
baño, volvió atrás, entró en mi
despacho-dormitorio, donde hizo un gesto de desagrado por el mal olor
que , a su juicio, imperaba; no paró de hablar.
-¡Cómo huele esto! –y siguió buscando, hasta
encontrar el sofá cama donde arrojó su bolsa, se
sentó, me hizo señas con la mano para que me sentara a su
lado, sin interrumpir su monólogo.
Yo le había seguido, tropezando con ella cada vez que cambiaba
de dirección hasta, exhausto, el pie del sofá, que no me
decidía a usar por temor a volverme a dormir.
Me arrastró, en cualquier caso, a su lado.
-¿No te ha llamado Marta? –repitió-. Me dijo que lo haría.
Yo no sabía si había llamado o no, porque mi móvil
debía andar, descargado, por algún rincón, por
falta de uso a mi pesar.
-...me quedo hasta el domingo. Ahora podemos salir a tomar algo, y
luego comemos por ahí. Ya conocerás todos los
restaurantes de Aranjuez. He oído hablar de alguno...
¿Hasta el domingo?¡Si es viernes! Empezaba a tomar
contacto con la vida. Por cierto, pensé que era una suerte que
Eugène no se quedara anoche. Hubiera resultado una
situación comprometida. Aunque yo no me sentía obligado
con Gema en absoluto, en ningún caso hubiera soportado que Gema
y Eugène,... era una suerte.
¡Y las vecinas! Oía puertas y movimiento en la escalera;
me estarían despellejando: ¡Ya que se habían
acostumbrado a Eugène! Bah, ¡que piensen lo que quieran!
-... tú dirás dónde se sale por la noche
aquí –seguía Gema-. Viniendo de la estación,
no he visto mucho ambiente...
-Son las nueve de la mañana –acerté a comentar, distraído-. ¿Has venido en tren?
Eso sí era extraño.
-Sí. Es que tengo el coche roto. En vez de quedarme en casa el
fin de semana, llamé a Marta, por si tenía plan. Y lo
tiene, pero con Ángel ¡No los entiendo a esos dos! Le
pedí tu teléfono, y me dijo que no podía ser...
Se supone que Marta no sabía dónde estaba yo. Pero claro, el helicóptero me delató...
-... y me dijo: ¡Si está aquí al lado! Precisamente el otro día...
Confirmado ¡Vaya torpeza! Bueno, era temprano, a ver qué
le contaba a Eugène, porque ni Gema parecía mi prima, ni
las hubiera convencido, a ninguna de las dos, de que... Tengo que
pensar, rápido. Tengo que poner a cargar el móvil, que no
me vuelva a traicionar. Tengo que llamar a Eugène. Pero
¿tengo yo el teléfono de Eugène? Siempre ha sido
ella la que ha llamado. Y yo, por supuesto, podía haber tomado
el número, pero no lo he hecho. No sé dónde vive.
¡Vaya lío! ¡Y esta chica no para de hablar!
(...)
Por algo que yo no podía comprender, Gema fue capaz de ir
prefiriendo exactamente los mismos lugares que yo había conocido
en Aranjuez con Eugène: ¡Qué fenómeno tan
interesante es una muchacha!
Mi interés por salir de la ruta que ya para mí se
había convertido en habitual resultó bastante más
difícil de lo que yo había pensado...
Mi interés provenía de la preocupación por no
tener un encuentro indeseado, lógicamente. Pero resultaba al
parecer imposible evitar que Gema se sintiera atraída, como un
imán, por todos aquellos sitios que Eugène
prefería.
A la hora de comer, y ante su sugerencia de buscar algún gango
de la ribera, me tomé un respiro al fin, porque no me constaba
-o al menos nunca habíamos hablado de ello- que Eugène
conociera el restaurante que hay dentro del jardín que yo
llamaba “inglés”, con poca precisión. De
hecho, siendo este jardín mi preferido, Eugène
parecía evitarlo.
El inopinado y absurdo castillo iniciado a construir -aunque inacabado-
para deleite de los reyes a la ribera del río hacia 1800, dentro
del recinto del jardín, permitía comer a la carta en una
terraza al aire libre contemplando el lento discurrir de las aguas en
un meandro que delimitaba un ángulo obtuso que se cerraba con
una hilera de grandiosos plátanos en la linde del jardín,
y que proporcionaban sombra ante el crudo estío que se anunciaba.
No era necesario entrar al jardín para acceder al castillo
porque un puente colgante de uso peatonal permitía el acceso
desde la otra orilla, paralela a la carretera general, pero yo
prefería llegar andando por la larga avenida arbolada que
partía de la puerta principal del jardín del
Príncipe. Además no disponíamos de medio de
locomoción particular, averiado el de Gema, inexistente el
mío.
Ella tampoco, como Eugène, pareció interesada por la gran
arboleda: La soportó sin comentarios y con resignación,
ante el cebo de una comida que yo había prometido excelente, en
forma optimista, porque en realidad de aquella terraza sólo
conocía el sabor del Martini.
Sí le gustó el castillo, imitación de medieval torre del homenaje.
Pretendió que nos sentáramos sobre la terraza superior de
la torre, pero el camarero -al que no apetecía subir y bajar
cargado de platos- nos disuadió por las malas: Estaba prohibido,
dijo. La terraza de la ribera estaba muy bien.
Juzgué que no mentía, en cuanto a la terraza.
Tras un licor dulce, de color amarillento, con hielo, Gema se
decidió a la confidencia, que parecía ser su objetivo,
aparte de pasar un fin de semana de gorra a mi costa, porque en
ningún momento hizo amago de ir a pagar en ninguno de los sitios
donde estuvimos.
Por otro lado, yo conocía su economía de supervivencia, por lo que me sentía obligado.
Tengo que admitir que, en cualquier caso, comer tampoco es que comiera
gran cosa: Una ensalada y algo de pescado pagado a precio de caviar.
Deduje que su interés era averiguar a través mío
qué posibilidades tenía ella con Ángel. No
sabía yo que decirle: la verdad, o mantener la farsa de que
quizá...
En conjunto, ella no me caía mal, aunque su vitalidad me
sobrepasaba. Como le dije a Ángel, parecía tener la edad
de su hija, Brigitte. Y supongo que ideas similares.
Hacía tiempo que no veía a Brigitte. Sus años en
la universidad la habían alejado, lógicamente, de sus
relaciones familiares, que ella tampoco puso ningún
interés en mantener. Por eso -y no por el prestigio de la
universidad- decidió ir a Salamanca, creo yo, mientras se
preparaba para obtener una beca Erasmus,... no sé donde.
Estudiaba alemán.
Sea como sea, Brigitte siempre me miró como a un bicho raro,
como el tío soltero ese que toda familia tiene, y el tiempo
parecía confirmarle en esa opinión despectiva.
No me constaba que hubiera Gema contactado con Brigitte; podría incluso desconocer su existencia.
En cualquier caso, e incluso considerando que socialmente
pertenecían a ambientes diferentes (porque Brigitte a veces me
resultaba algo “pija”, cosa que no se apreciaba en Gema),
me pareció que su forma de razonar y abordarme era similar a la
de Brigitte: Demasiado directa para mis gustos anticuados.
Y salvando las distancias nacionales, a la de Eugène, que tan
sólo tendría algún año más que
ellas, calculaba yo.
Adelantando acontecimientos yo me había armado, creo que con acierto, con un J&B, largo de hielo.
Los patos de la ribera escandalizaban entre los cañaverales
cercanos, las largas ramas de los sauces llorones pendían
indolentes sobre el agua, dejando que sus extremos fueran suavemente
arrastrados por la pausada corriente del río; el árbol
del paraíso y algún otro que no reconozco perfumaban en
exceso el cálido ambiente, solo soportable a la sombra.
El ambiente resultaba bucólico, plácido.
Mientras paseábamos hasta el castillo, Gema pareció
molesta o resignada, haciendo sólo desganados comentarios de
muchacha de ciudad.
Durante la comida habló, más que comió, de
cuestiones intrascendentes que yo no entendía ni me interesaban,
nombrando sitios y personas para mí desconocidos.
A los postres, hizo una pausa preparatoria y, después de un
primer sorbo del empalagoso licor amarillo, Strega quizá, se
decidió al parecer a hablar:
-Tú conoces a Ángel desde hace mucho.
-Sí –ya estábamos-.
-Y a Marta.
-Supongo que sí.
-¿Tú sabes que clase de “negocio” llevan?
Interpreté -creo que acertadamente- que no se refería a
la asesoría ni al bufete de abogados. En ese caso se trataba,
realmente, una indiscreción. Lo que yo suponía que iba a
suceder. Por eso hacía rato que me estaba preparando a no
contestar. Me concentre en el sistema gallego, que interpone otra
pregunta para evitar contestar...
-¿Cuánto tiempo llevas con Ángel? –Y yo
tampoco me refería al bufete. También era una
indiscreción, aunque su respuesta sí me interesaba, si
bien no pensé que me contestara. Quizá se sintiera
ofendida, cosa que me convenía, para cortar y evitarme
profundizar en temas privados.
Pero no fue así.
-En la oficina, seis meses. Con Ángel, como tú dices,
algo más de un año. Coincidimos en una fiesta del
Círculo de Bellas Artes, en carnaval...
Me sorprendía. Pero no quería perder terreno:
-En un año has debido tener tiempo de hacerte cargo. Quizá a Marta la conoces menos, pero Ángel,...
-Marta es mi tía, por parte de madre.
-¿Qué? –quise reaccionar, ganar tiempo-. No os parecéis mucho.
-¿Tú crees? Puede ser.
-¿Te buscó ella el trabajo?
-Me buscó para Ángel. Mi tía y yo no nos
habíamos tratado mucho antes. Yo no necesito el trabajo, pero me
divierte, es interesante... Me habló de ti...
-¿Marta?
-Sí. Dice que Brigitte es hija tuya.
-¿Brigitte? –estaba sorprendido y enojado. De repente,
pensé que Gema me estaba mintiendo, por alguna razón que
yo no entendía, que por algún motivo inconfesable me
quería confundir, para obtener algún resultado que sin
duda me perjudicaría-.
Estaba molesto, mi expresión lo indicó claramente, pero no pude evitar calibrar la sospechosa información.
Por eso pensé en Brigitte: Pensé -nunca se me
había ocurrido semejante idea- si nos parecíamos en algo.
Sin duda se parecía a Marta...
Pensé de qué situación se pudiera derivar tal
resultado, suponiendo que fuera cierto. Realmente, tenía la vaga
sensación de que era probable que... Pero, enfadado,
traté de contraatacar.
-Eso no es cierto –Puse cara de enfado, lo que no me costó nada-.
-¿No lo recuerdas? Marta sí.
-No hay nada que recordar –corté-. Y no sé
quién eres tú. Te presentas en mi casa fingiendo que te
aburres en Madrid. Me dices ahora que tu “tía” Marta
te envía. No creo nada de lo que me dices.
Eugène me había escarmentado bastante, observé. Y continué:
-Para sacarme la información que deseas, que no sé
cuál puede ser, tendrías que inventar algo más
verosímil.
Quería parecer sutil, agudo, pero me sentía enfadado, y eso era evidente.
Me sorprendió entonces observar que Gema, que se había
comportado con cierta frialdad desde que salimos de mi apartamento, me
sostenía la mirada, con sonrisa de esfinge, enigmática,
que nunca le hubiera supuesto.
Me fijé en sus ojos verde azulados (¿Como los de Marta?),
que no tenían aspecto de mentir, en sus delineadas cejas,
demasiado oscuras, que delataban su rubio dorado artificial, pero que
favorecían indudablemente su expresión: No indicaban en
este momento la superficialidad que yo le había supuesto. Me
sorprendió que me recordaran, en algún detalle que no
podía concretar, a Eugène.
Bueno, sin duda serían de una edad similar, lo que podía
influir más que su país de procedencia. Y al fin,
¿qué andaba yo haciendo mezclándome en historias
de adolescentes desquiciadas?¿Lo que yo le afeaba a Ángel?
Traté de recordar cuándo había sido la
última vez que había hablado con Brigitte. Me estaba
convenciendo de que Gema no mentía.
Pero todo ello era absurdo, estúpido, aún siendo cierto...
Me pareció recordar un respeto impensable en una muchacha tan
independiente y contestona como ella. O lo estaba imaginando al
reconstruirlo ahora.
No conocía, en realidad, a Brigitte, ahora me percataba, aunque presumiera de lo contrario.
De pronto, sentí que la actitud de Gema en ese mismo instante
era idéntica a la de Eugène en situaciones similares,
como estudiando mi sorpresa y deduciendo mi cadena de pensamientos: Me
sentía transparente, lo que acentuaba mi desagrado.
Salvo que Gema no hizo -menos mal- ningún movimiento de
acercamiento físico; ello me defendió frente a mi dudosa
entereza de carácter.
-¿Quién eres tú? –volví a insistir.
-Me envía Marta. Se supone que tú me puedes ayudar.
De nuevo, notaba cómo mi proverbial paciencia se iba agotando
por momentos. ¿Pero en qué clase de enredo me estaban
mezclando, sin mi permiso?
-Mira, yo, como tú debes saber, estoy aquí supuestamente
tranquilo y aislado para poder terminar mi novela. –Hablaba
serio- ¡No me interrumpas! –ya me conocía ese truco-
¿Qué es eso de que te envía Marta?¿Para
qué? Yo no soy una hermanita de la caridad que anda ayudando al
prójimo por ahí y haciendo favores a todo el que vaya
viniendo, aunque no quieran ser favorecidos...
-¿Quieres que te pague la comida? ¡La verdad es que ando
siempre mal de líquido! Ángel paga poco y tarde...
–reía descaradamente. Se reía de mí.
¡Vaya novedad!
-Sabes que no hablo de eso –se me pasó por la
imaginación preguntarle por Eugène, si conocía su
existencia, pero me contuve a tiempo -¿Qué es lo que
quieres?
-La verdad es que ya nada. Creo que he constatado lo que quería.
No pensaba que Marta estuviera acertada. Formáis una
extraña pareja, Ángel y tú. Complementaria...
-¿Y a ti que te importa? –resultaba odiosamente descarada. Más que Eugène...
-Bueno. Tienes razón. No quería molestarte. Solo que la marca...
Apoyé los puños, cerrados, sobre la mesa, con ira duramente contenida, sin hablar...
-¡Vale, vale!... –ahora no reía. Se sintió
sin duda intimidada- ¡Qué carácter! Eso no es lo
que Marta me había indicado...
Traté de calmarme, por un resto de educación. Al fin y al
cabo, Gema no parecía ser la causante directa de mis
“desgracias”, parecía más bien una enviada
poco informada. ¿Trataría de sonsacarle algo..., o
sería peligroso, para mí?
-Me tenéis muy harto –finalicé- ¿Cuándo te vas?
-Si me acompañas a la estación, esta misma tarde.
-Podemos pedir un taxi. –no ocultaba mi frío enfado-.
Ella intentó una disculpa, que yo no quise recibir.
En la barra, mientras atendía al pago de la factura, pedí
al camarero que me buscara un taxi, lo que hizo sin comentario ninguno.
(...)
Después de recoger sus cosas en mi apartamento, y de una
fría despedida en la estación, la espía
desapareció de mi mundo, por el momento.
De su concentrada inexpresión no supe deducir hasta qué punto su misión había sido cumplida.
Me prometí hablar con Marta, pero ahora resultaba más
complicado: Sabía que, por el momento, no iba a hacerlo.
Tenía que asimilar algunas cosas; re posicionarme.
Me inclinaba también a no comentar nada de esto con Eugène. A no ser que ella lo adivinara.
Pero no lo consideraba probable: Ella nunca me había oído
hablar de Marta, ni de Ángel, antes de nuestro trato
telefónico comercial, y no parecía haberle prestado
ninguna atención. Por supuesto, desconocía la existencia
de Brigitte; más aún de Gema.
Estaba casi seguro. Por eso preferí que no se hubieran encontrado...
Sin embargo, me quedó la sensación, desde
que detecté en Gema aquella extraña
expresión introspectiva que en ocasiones adoptaba también
Eugène, y la evidencia de la “marca”, por ambas
mencionada, de que de alguna manera Gema, o Marta, si lo que
había dicho no era un invento, sí que conocían o
intuían la existencia de Eugène, o de su círculo...
Y eso probablemente era importante.
No sabía que hacer.
Gema me dejó lleno de confusión.
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