Sereira:
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO II

Mila

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"Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios...” (J. L. Borges)

La primera vez que tuve conciencia del Zahir, como quise identificarlo, fue al ir a comprar el pan, en salida programada de las escasas a las que mis necesidades me obligaban.

Pero habituado como estaba -sin dejar de ser estúpidamente educado-, a no prestar atención a lo que sucedía a mi alrededor y olvidar lo máximo posible, el hecho permaneció en el borde de mi inconsciente hasta varios días después.

Me engañaba, claro, en cuanto a mi capacidad para olvidar, porque ahora mismo puedo -y voy a hacerlo-, reproducir casi palabra por palabra y gesto por gesto todo lo que pasó en aquellos pocos minutos.

Lo hago porque deseo que la repetición de hechos triviales me ayude a quitarle importancia a la cadena de sucesos que siguió, y quizá me influya a mí mismo a la hora de tomar una decisión que ya no puedo retrasar; para lo que no me siento capacitado en soledad.

(¡Cómo echo de menos a Eugène! Su estrambótico análisis de las situaciones para llegar a la que consideraba la mejor de las soluciones, transmitiendo seguridad; su intrépida decisión, que añoro ahora; su osadía irresponsable... ¡Cómo tornan recuerdos de algunas largas, lentas, escasas noches compartidas con su cuerpo y su olor, y su piel suave, sus revelaciones increíbles, sus fábulas, sus comentarios socarrones, su risa pícara cuando ponía en evidencia mi ignorancia... ¡¿Dónde estará ahora?).

Ahora son las ocho de la tarde; demasiado temprano para mis hábitos.

Mi rutina ordena que no me siente ante el ordenador antes de las diez, ya de noche; revisar antes alguna nota que pretendo necesitar en Google, perderme cuando encuentro detalles que no me interesan en absoluto, pero que me sorprenden o enganchan, navegar...

Pero sin prisa; sobra tiempo para llegar a mi objetivo, si existe tal.

Si no existe, aún mejor: probablemente he dado con alguna clave interesante.

Juego con el solitario que trae el sistema operativo, marcándome retos complicados (No se puede colocar un rojo si no existen tres negros de picas antes,...) para que la distracción nirvánica dure más.

La radio, siempre encendida, marca la hora exacta de relegar el PC, la sintonía para pasar al trabajo en el portátil, donde sólo habita un editor bastante caro, propiedad de la editorial, y la conexión remota que garantiza que no voy a cometer ninguna torpeza informática: donde se ocultan mis personajes al acecho de adquirir vida propia.

¡Bendita rutina!

Sólo rota cuando Eugène decidía llamar, a cualquier hora después de las diez, para alguna urgente consulta que normalmente requería frenética actividad hasta bien entrada la mañana.

¡La vida del escritor profesional es dura a veces!

Pero a las cinco de la mañana de este próximo 24 de junio, tras la fatídica Noche de San Juan, y sabiendo que Eugène no llamará, algo o alguien puede llamarme.

Cuando ese momento llegue debo estar listo. Debo tener terminado este documento.

O esta novela, si mi decisión es huir:

Enviaré a mi editor la versión expurgada, (marcar, cortar, pegar, copiar...) y pretenderé que se trata de una nueva producción de Juan T. Volta; aunque en la editorial sospecharán cuando les explique que el original está acabado tan pronto.

Da igual: Si decido publicar, mejor me pierdo por las Rías Bajas unas semanas más, y envío luego el archivo de la novela, para dar apariencia de normalidad; definitivamente enviarla ahora resultaría tan sospechoso como increíble.

Entonces esperaré, angustiado, no ser localizado antes de tiempo.

Si decido confiar en el Zahir, en la marca y en sus implicaciones, vaciaré e inutilizaré el disco duro del portátil, el de la editorial, sabotearé las protecciones, me prepararé un té negro cargado y sin azúcar, abriré la botella de JB que me llevó Ángel a la estación, y esperaré, de nuevo, ligero de equipaje, a que pasen a recogerme (¿me paso la vida esperando?)...

Pero ya basta de auto compadecerme; estábamos en la panadería, en realidad pequeño supermercado de barrio.

Físicamente pequeño, aunque repleto de las cosas más insospechadas, con sus refrescos, su leche, sus condones, sus cuchillas de afeitar y sus chicles por si se acaba el cambio, junto a la caja registradora, siempre abierta.

Y su cajera, a la sazón hija de la propietaria, tras la registradora cargada de céntimos sobre el abigarrado mostrador.

Aprendí de oídas que se llamaba Mila, aunque no llegué a usar su nombre con suficiente confianza hasta estos últimos días, que nos han unido con extraños lazos íntimos...

Como mi capacidad de concentración es todavía buena, a pesar de todo, almacené en mi inconsciente el dato fotográfico que después me asaltaría, sin dejar de perfilar mentalmente algunos detalles relacionados con la historia que ocupaba casi toda mi atención.

Ahora entiendo por qué la parte del argumento de la novela que se desarrollaba en mi imaginación iba a ser posteriormente el desencadenante de mi recuerdo, al reproducirse en la realidad la escena que yo había pergeñado. Hace unos meses.

Varios meses ya oculto voluntariamente, cerca de Madrid, pero suficientemente lejos. Aislado de amigos y conocidos que me distrajeran, mi trabajo avanzaba satisfactoriamente, a mi juicio, y en lo social ya había formado mi círculo de amistades superficiales, fomentadas por la evidente provisionalidad (yo había dejado claro que no pensaba permanecer mucho tiempo en Aranjuez, el pueblo que me convino porque era allí un desconocido, al igual que el pueblo y sus gentes lo eran para mí, aunque no había explicado el motivo de mi estancia, para no alentar la desbocada imaginación de sus despreocupados vecinos).

Un par de meses largos de concentrado trabajo que habían perfilado mi nueva producción, superadas ya las etapas de recopilación de datos, ambiente y personajes, que traía abocetadas desde Madrid, encontrándome de nuevo, como en otras ocasiones, materialmente dentro de la historia, participando de forma enfermiza de las vicisitudes y temores de sus personajes, que ya me reclamaban independencia, teñían la realidad y me invadían con exigencias a las que no siempre me podía negar, y me retrotraían a aquella sensación placentera y febril que ya conocía.

En realidad, flotaba ajeno a la realidad. Me era imposible discutir con nadie, y mi estúpida sonrisa debía ser notable: pero a mí esto me servía de tapadera.

Los ratos perdidos en que, por obligaciones domésticas, no podía seguir escribiendo -hacer la cama, al menos una vez a la semana, afeitarme (eso lo podía dejar correr), comer, comprar el pan y la leche,...- eran los peores, porque los personajes se revelaban con mayor fuerza, sabiéndose dueños de la situación; porque no podía argumentarles u obligarles a actuar según mis órdenes: A menudo me modificaban el argumento aprovechando, por ejemplo, que yo me confundía con el cambio de la barra de pan, intentando hacer cuentas con esas monedas de cobre tan poco intuitivas.

Y la sonrisa turbadora de Mila, la panadera, me perdonaba la vida, que yo evidentemente había puesto en sus mórbidas manos.

La conciencia de que eso no era del todo cierto yo la interiorizaba, y al exterior tornaba aquella sonrisa estúpida de "guiri" indicando agradecimiento, con lo que Mila, aparentemente, se daba por satisfecha y me volvía a perdonar mi despiste y mi vida, tan "misteriosa", parecía insinuar burlona.

Como ya conozco la sensación que me produce escribir, pensé con satisfacción profesional que si yo disfrutaba el resultado interesaría hasta el punto de que el producto fuera vendible. Viendo el relato crecer y desarrollarse, era muy probable que al futuro lector le agradara; desde ese punto de vista, estaba tranquilo, y la historia me mantenía en tensión.

Pero me he vuelto a despistar, disculpa...

La panadería estaba en una calle estrecha y formaba parte de un antiguo edificio con corrala, similar a muchos otros de los que abundan en Aranjuez.

-Hola. Por favor, una barra de pan -casi supliqué, como si no fuera conocido de al menos otras veinte barras más-.

Mila, sin contestarme, hablando con la parroquiana que se apoya en el mostrador -a la que mira con sonrisa cómplice-, continúa con el cotilleo local, en voz innecesariamente alta.

Mientras, me alarga ya envuelta en papel gris la barra de pan que había preparado cuando me vio llegar a la misma hora de todos los días a través de la ventana de barrotes de hierro fundido que daba a la calle, justo al lado de la máquina registradora. Y con un gesto me pregunta, sin interrumpir su conversación con la vecina, si también quiero leche. A lo que asiento.

-(...) ... la novia que le han encontrado!, ¡Qué morro!, ¡Está el chico más perdido! “¡Hermoso, vas peor qu’el reloj de la esquina del matadero!”, le dije...-chismorreaba Mila, alargándome el pan y la leche más allá del mostrador, en el rincón cercano a la pared donde yo trataba de evitar quedar encerrado entre la ventana, el expositor de refrescos –“Hay botes fríos”- y la vecina, cuyo amplio aunque poco elevado volumen acaparaba casi totalmente el escueto mostrador.

-¡Ay, hermoso, perdona! -La vecina (negro de pies a cabeza indicando quizá su viudez) simula que me hace hueco en el mostrador, sin conseguirlo, y sin renunciar a su puesto privilegiado.

Ella y su bolso de la compra, del que asoman unas escarolas de un verde muy intenso y que ha desplazado unos cinco centímetros hacia sí, mientras un instante me sonríe, para lo que tiene que mirar hacia arriba, e inmediatamente vuelve a bajar al nivel de los negros y chispeantes ojos de Mila

-Es que la chica no es de aquí, no sabía que... -Continúa la parroquiana de negro.

Entretanto yo me concentro en extraer de mi bolsillo una cantidad indeterminada de monedas que elevo sobre la cabeza de la vecina hacia el brazo moreno que Mila -sin dejar de hablar y mirar a la vecina y sin mirarme a mí más que de soslayo-, eleva a su vez en dificultosa maniobra sobre las cajas de “chuches” del mostrador para recoger lo que sea en su palma semiabierta, la del anillo plateado, su mano derecha.

Aunque la vecina sí que me mira descarada aprovechando la interrupción - sonrisa forzada-, en un escrutinio disimilado con poca eficacia.

Mila ha recogido varias monedas, que evalúa en un vistazo, selecciona una parte que deja caer tintineantes sobre el cajetín abierto de la registradora, recoge otras monedas, las une a algunas de las que yo le envié, y me devuelve el conjunto que yo, sin mirar, vuelvo a meter en el bolsillo: Sigo sin saber lo que vale una barra de pan, aunque ha de ser una cifra muy compleja en céntimos, porque revisando el bolsillo he descubierto muchos tipos y valores de monedas de insospechada procedencia.

Otras veces, para eso sirven al parecer, me devuelve un paquete de chicles o caramelos, que deben corresponder al cambio de alguna moneda de excesivo valor que yo no había supuesto, o a que no han tenido tiempo ni Mila ni su madre de conseguir los necesarios céntimos para el cambio, supongo que en el banco, o en alguna de las expendedoras de refrescos.

(Aquella mañana sí había cambio, lo verifiqué luego, pero no encontré ninguna moneda especial: Pienso en un Zahir).

Me apresuro a salir, cargado con el periódico adquirido con anterioridad, el pan y la leche, pero antes vuelvo la cabeza, no hacia la ventana exterior, sino a la que da al patio de la corrala, interior.

Allí estaba mi Zahir: Sobre la pared enjalbegada, a pleno sol, justo debajo de un ventanuco enrejado en cruz.

Una inocente mancha oscura y mate, informe, demasiado grande, en una vertical imposible: ¿Una gota de sangre estrellada contra la pared? ¡Qué idea más novelesca!

¿Reciente? No lo podía saber; por la distancia, y porque esa ventana que daba a la corrala estaba habitualmente tapada por una fila de expositores que marcaban dos estrechos pasillos oscuros cuyo contenido no puedo ni sospechar, estantes que se intuían al fondo, pegados a la pared, una cámara frigorífica ( otra vez “Hay botes fríos”, y una flecha dibujada con bolígrafo señalando la cámara) y una torre de cajas de botellas vacías de refrescos, que aquel día no estaban.

Éstas habitualmente tapaban la ventana y sumían el pasillo interior en oscuridad perenne, mitigada tan sólo por la débil luz de una única bombilla desnuda.

Por otro lado, estábamos en junio, cerca del solsticio de verano, para el que faltaban unas dos semanas: El sol se aproximaba ahora a su máximo recorrido, y quizá antes no podía iluminar ese lienzo de muro en forma directa.

Era la inhabitual luz solar lo que atrajo mi vista; tuvo que ser eso.

Aquella pared corta formaba un estrecho entrante dentro del patio. Un pasillo interior descubierto al que asomaba en su fondo cegado la ventana de la tienda, que se adosaba a otro amplio pasillo -cubierto éste- acceso por la puerta principal de la calle al patio comunitario de la corrala, de la que formaba parte la tienda.

El oscuro tragaluz bajo el que el coloreado Zahir había llamado mi atención no mostraba el pasillo de entrada a la corrala, que no poseía más iluminación que la del portón principal y la luz del patio por el otro extremo, y sólo disponía en sus paredes encaladas de dos postigos estrechos, enfrentados, que daban a sendos trasteros o almacenes; sin duda no a viviendas por la escasez de superficie.

A uno de ellos, el izquierdo, correspondía el ventanuco que daba al recodo interior del patio que se veía desde la tienda.

Luego supe qué había dentro.

En cualquier caso, estoy ya hablando de hechos que comprobé posteriormente, porque nunca se me había ocurrido traspasar el umbral de la corrala, ni encontraba motivo alguno para hacerlo, ya que tampoco era diferente de muchas otras.

Aquella mañana, como siempre, salí rápidamente con mi carga de pan del día. Sospecho que ante la mirada divertida de Mila y su vecina, a las que murmuré un tímido–“Hasta luego”- que se vio correspondido en forma apresurada, cantarina y chillona, en dueto: -“¡Hasta mañana!”-, casi sin interrumpir su charla:

-()... pero ese chico, ¿no estaba estudiando en Madrid?, pues por eso!- seguía Mila. -Ay, Hermosa! ¡Cómo sois ahora!...- la vecina.

¿Por qué, me pregunté, si yo dije hasta luego, que quiere ser indefinido, me contestan con un hasta mañana, que ya presupone una seguridad que yo, desde luego, no tengo? Me halaga, sin embargo, aunque me confunde.

Creo que aquí me miraron las dos, porque sentí sus ojos sobre mi espalda,... y por un sospechoso silencio momentáneo, pero yo ya estaba en la calle, buscando la corta sombra de los edificios para aliviar el camino de retorno por la terrible estepa castellana a lo que mi casera definía -para elevar el alquiler-, como apartamento amueblado.

Con una obsesión inconsciente, aún sin desencadenar.

Aún no había caído bajo el influjo de la marca, del Zahir, pero indudablemente se había instalado en mi interior, al acecho de ser invocado.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©