Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXXI

Sueño

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Eugène no había llamado después de sus retorcidas explicaciones, ayer.

Así que, tras hacer algunas desganadas e imprecisas anotaciones para mi novela, que no avanzaba, dejé el ordenador cerrándose por su cuenta y coloqué el móvil a mano, con la vaga esperanza de recibir una improbable llamada, y con la luz encendida, me tumbé mirando al techo, como consultándolo, dejando que mi reloj interior decidiera si me convenía dormir o velar.
Las funestas actividades de los últimos días me habían mantenido bastante ocupado, hasta el punto de que tan sólo unos pocos, discretos folios habían justificado mi estancia en Aranjuez.
No me sentía culpable en este aspecto, pero necesitaba meditar.
He observado que, cuando duermo cara al cielo, al techo, vamos, es cuando los sueños escapan de su habitual zona inconsciente para ocupar la memoria consciente, penetrando en el mundo que decidimos real, y son recordados como una actividad más.
Supongo que es ésta la causa de que recuerde en particular este sueño.
Quizá existen otros motivos, que no me interesa investigar.
Probablemente la luz del techo me sugirió el escenario: la luz del sol de principios de verano filtrándose a través de las hojas estrelladas del liquidambar que la primavera, que se acababa, había transformado en tupidas  y sombrías copas.
Luces cambiantes al lento ritmo del paseo, filtradas por los diferentes verdes, amarillos, rojos de sus hojas.
No conocía lo suficiente el Jardín: Tan sólo había paseado de forma descuidada y atento a mis historias interiores por sus avenidas arboladas y sus bosques artificiales, pero evidentemente mi subconsciente no dejó de trabajar, porque, como en todos los sueños, las sensaciones eran muy vívidas y particularmente precisas, acaparando detalles indudablemente reales.
Sin duda la imaginación y mis temas ocultos completaban sin pudor los detalles.
Miraba al cielo, y sentía la húmeda bruma que levantaba al andar.
Al frente una abertura en la arboleda, a cielo abierto, azul y limpio de nubes, incluso de aves.
La Montaña Rusa se dibujaba sobre el fondo nítida, como una tarta de brócoli.
Sólo verdes oscuros, salteados de grises troncos de plátano. Y en su cúspide el pabellón de madera que servía de mirador, entre otras funciones más privadas que permitía su situación privilegiada.
El camino se veía despejado, y avancé decidido, pero sin prisa, hacia la salida del húmedo túnel que se defendía aún del verano mesetario.
El claro no parecía grande.
El tupido bosque bajo, cercano, ascendía sin interrupción. Sólo el mirador, arriba.
El agua de la acequia de ladrillos macizos refrescaba, cantarina en su discurrir, la solanera. Cruzaba transversal, pero se interrumpía para cruzar subterráneo mediante sendos sifones que permitían seguir el camino de tierra invadido de grama seca.
La corriente de agua encauzada marcaba una aduana siempre abierta: La puerta del bosque nunca estaba cerrada para penetrar en él.
La distancia prometía una subida suave. Sólo en lo más alto las piedras desnudas anunciaban un final abrupto.
Nada más entrar en el bosque bajo, el sol casi desaparece. El piso se vuelve húmedo, cubierto de musgo tupido, y un vapor de hojas podridas, gélido, sube por la espina dorsal; los troncos gruesos -retorcidos y gruesos-, ancianos, nacen sobre la alfombra verde oscuro y se ramifican de inmediato, formando una bóveda baja e impenetrable; sus raíces superficiales abrazan la tierra en gran extensión; la hiedra cubre el piso, respetando un estrecho sendero, casi invisible; macizos de reptantes, yermas, fresas silvestres salpican el verde, oscuro tapiz, donde difícilmente alcanza la luz del sol; la abundante hiedra trepa por los troncos más viejos o enfermos, al borde de la decadencia, salpicados de obscenos hongos sus troncos; restos de esparragueras secas, granadas el año anterior, sobrenadan amarillas cercanas a los verdes espárragos trigueros que las sustituirán el próximo año.
Un gélido vapor toma consistencia y crece.
Al caminar, un sordo eco húmedo sobre el estrecho sendero de tierra sube junto con una sensación de alfombra mullida y pegajosa.
El vapor se eleva en jirones  de niebla, formando espirales galácticas, torbellinos lentos, hasta hacer desaparecer el suelo visible.
Las ramas se hacen aún más bajas y amenazantes, hasta impedirme caminar erguido. La niebla superficial, incoherente y espesa llega hasta mis rodillas; ya no veo mis pies.
Extrañamente, el estrecho sendero sigue visible delante de mí, y avanzo arrastrando la niebla que se opone a mi progreso como si de una corriente de agua se tratara, empujando con mis muslos, agachado, moviendo espasmódicamente los brazos como si me pudiera apoyar en el aire, pero tratando de no rozar las ramas y los líquenes colgantes, que tienen un tacto fungoso.
La niebla moldea el curso del sendero por delante de mí, en absurdas curvas entre la bóveda vegetal que forma un túnel oscuro.
Mi avance es cada vez más dificultoso, y gotas de sudor frío empapan mi frente y mi camisa.
La oscuridad se vuelve casi absoluta: Pero no pienso en retroceder o descansar.
De pronto, delante, un círculo de luz se filtra por la enramada; el frío que ha penetrado en mis huesos parece remitir con su visión. Es una luz fría y gris, pero contrasta con la oscuridad total, y se amplía hasta hacerse transitable.
Traspasado el gris umbral luminoso, el piso de tierra húmeda continua un trecho, pero los arbustos bajos han desaparecido.
En su lugar, árboles de troncos plateados y gruesos, cuyas ramas más cercanas al suelo superan con mucho la altura de un hombre, se reparten en una extensión inmensa.
Troncos gris plateado, gruesos y lisos, copas elevadísimas, con destellos de rayos solares que atraviesan las altísimas copas en algunos puntos, semejan una columnata de catedral gótica desordenada, sin crucero ni oriente.
La luz llega atenuada y las columnas grises se dibujan difuminadas en brillo mate; los diversos portes de los troncos se resuelven en cilindros de diferente calibre, excesivamente regulares, formando extraños polígonos irregulares con la dispersa distribución de la planta de la natural columnata.
No se ve el final de tan extensa cúpula, mientras que a mi espalda, la barrera vegetal por donde accedí a la pro-naos ha desaparecido; no me he vuelto para mirar, pero lo noto: Me encuentro en el centro de una alta bóveda interminable, sustentada por columnas que quizá rozan las nubes.
El piso de tierra, liso, está salpicado de reptantes plantas, pequeñas islas verdes, yermas y algo tristes, como en recesión, arracimadas en torno a algunos troncos protectores.
La luz difusa no parece proceder del cielo; de arriba tan sólo se filtran delgados y escaso rayos brillantes, que motean la tierra reseca dibujando marcas incomprensibles y dinámicas ante el movimiento de las hojas por la brisa en las alturas, que no puede llegar al suelo; el apagado resplandor que ilumina el conjunto parece proceder del suelo.
El silencio resulta apabullante, asfixiante. La circulación del aire, a ras de suelo, inexistente; esporádicamente, un crujido lejano, en las alturas, delata algún movimiento animal, y alguna leve ramita cae sobre alguna mota de luz, haciendo variar el significado de la clave de puntos que se dibuja sobre el piso: Punto rama, punto punto, rama punto,... una clave que me es desconocida, aunque vagamente familiar, musical.
Camino lento, sin sentido de la orientación, algo mareado y cansado, mirando a derecha e izquierda, adelante y atrás, sin encontrar referencia alguna. Todos los troncos parecen iguales.
Sin embargo ello no es cierto.
Tanto la calidad rugosa, como el dibujo sobre su piel, como su tamaño, los diferencia al prestar atención.
Elijo uno que me parece más grueso y trato de rodearlo, a cierta distancia porque gruesas raíces que se extienden en forma radial sobre la tierra lo elevan sobre el piso marcando un círculo asombrosamente lejano del tronco principal, y no permiten acercarse a él.
Es inmenso.
No consigo llegar al punto de partida.
Las raíces forman recovecos, puentes, grutas, quizá habitadas por silenciosos gnomos, cultivos de fresas a su sombra, hongos vestidos de camuflaje, setas moteadas de amarillo, azul, rojo; un hongo especialmente grande se adhiere al tronco como una marquesina a cuya sombra la minúscula vida del bosque húmedo florece. Le da un rostro al árbol, que parece a punto de decir algo, quizá un aviso, quizá una amenaza.
Creo que he dado la vuelta entera, pero no lo sé.
Espero que el árbol hable, pero no hace nada.
El paisaje parece siempre el mismo, y el silencio pesa.
Me distrae una sombra, lejos, que rompe la homogeneidad, como un aura veloz, y se esconde tras un tronco, que intento no perder de vista.
¡Hacia allá! ¡En línea recta!
Me apresuro a alcanzar el sitio, corriendo.
Mientras corro con la vista fija, a mi derecha, lejos, veo por el rabillo del ojo una sombra que cruza entre dos troncos.
Me vuelvo rápidamente, y corro hacia allá. Cambio de ruta, derecha, rápido.
A mi espalda. Indudablemente, una mirada se clava en mi nuca.
Me vuelvo de golpe. ¡Nada!
No.
Un retal de gasa, una estrecha cinta azul cielo, flota tras un tronco cercano, movido en ondas por una brisa que no existe.
¡Allí!
Fijo la vista y corro.
Ya no está.
 Vista a la derecha, a la izquierda. Allí a la izquierda. Es el borde de un vestido azul celeste, con una estrecha banda dorada. Está muy cerca y corro hacia allá.
Al llegar, no queda más que el vacío, la huella muda de algo que estuvo y ya no está.
Una mirada a mi espalda. Me vuelvo y una figura azul, un rostro sin facciones, se oculta y reaparece tras otro tronco diferente.
Una cara.
Eugène sonríe y desaparece. Aquí al lado. Me apresuro a llamarla.
-¡Eugène!
Mi voz parece no llegar a ninguna parte, pero ella aparece cercana. Ya no viste túnica, sino shorts y camiseta sin hombros, negra.
Cuando alcanzo su posición, ya no está. El tubo yace sobre la hierba. Lo tomo, y miro alrededor. Vuelvo a llamar:
-¡Eugène!
Camino subiendo por una pendiente suave. Una sombra a la derecha, otra a la izquierda, más adelante, Eugène, Mila,... acelero el paso, pero cuando llego, ya no están.
Más alto, Eugène a mi izquierda, delante; Mila a la derecha, más adelante.
Eugène me hace señas con la mano, para que me acerque.
Mila me saluda, y me invita a subir.
Como si el suelo se moviera en sentido contrario al mío, ellas se alejan más cuanto más esfuerzo hago por acercarme.
Recuerdo el tubo.
Lo miro, lo sopeso: El suelo detiene su marcha.
Delante, tras un macizo de juncos, Eugène me llama por señas. Mila se entreve tras un cañaveral. En medio del sendero, Marta me llama por mi nombre, en tono burlón; se ríe de mí, y me señala a Brigitte.
Cuando alcanzo los macizos, a pleno sol, exhausto, un corredor de aligustres bajos recortados marcan un camino recto.
A los lados, un jardín árabe, elevado, donde el agua se desliza en revueltas conducciones de barro cristalizado, y los frutales, naranjos, granados, caquis, elevados sobre el foso, ofrecen sus frutos a la mano.
Más arriba, Marta me saluda. Tras un macizo aparece Gema y coge a Mila por un brazo. Ella se resiste. Marta asoma por el otro lado, y tira del brazo de Ginger. Forcejean. Eugène, tomada por Gema y Marta por un brazo, por Mila y Ginger por el otro, parece pedir ayuda.
Corro angustiado.
Cuando llego ya se han ido y súbitamente la pendiente se hace abrupta.
Grandes piedras cubiertas de musgo me detienen en una barrera difícil de salvar.
Por encima, en una pequeña meseta, Marta, Brigitte, Gema, Ginger, Mila y Eugène cantan una canción infantil en francés, y juegan al corro, descalzas sobre la hierba, vestidas de gasa hasta los muslos, y con guirnaldas de flores blancas sobre su pelo, mientras Ángel y el doctor, un poco más arriba, las observan y bailan ridículamente; y me miran y se ríen.
He de trepar sobre las enormes piedras. Mientras lo hago, no veo a nadie, pero las oigo cantar. Al corro de la patata, comeremos ensalada...
Al asomar en la meseta, sólo tengo tiempo de ver como la última ninfa desaparece en una gruta oscura, en negro contraste con el sol que cae de plano sobre la montaña.
Penetro en la cueva, iluminada al fondo desde algún punto abierto por encima en la roca hasta la superficie, y tomo el arranque de una escalera tallada en piedra, subiendo apresurado tras el eco de una carrera y risas cantarinas que me preceden y me guían.
La claridad aumenta hasta resolverse en una terraza abierta al valle en un lateral de la falda, abierta en un mirador delimitado con rústico vallado de troncos cruzados, al exterior de la gruta.
Contemplo el paisaje y compruebo que estoy muy alto, sobre las copas de los árboles que forman un ondulante mar verde oscuro.
Más abajo, y mucho más lejos, una fuente, sobre la que se yergue una estatua de mármol blanco, brilla un instante, como en un guiño para atraer mi atención.
A pesar de la distancia, reconozco a la Venus, que eleva un brazo, como saludando, acercándose como en un zoom.
Su mano izquierda se eleva hasta tapar el sol, y a través de sus dedos marmóreos, los rayos de sol se refractan en un contraluz que produce ondas lumínicas circulares, más y más amplias, que me alcanzan, y me superan.
La Venus se aleja, recupera su tamaño distante, hasta que el bosque oscuro se la traga y su silueta blanca y estática se diluye tras el verde oscuro.
Me vuelvo y veo que la escalera continúa subiendo. Arriba, risas y pasos rápidos. Me apresuro a subir.
El doctor y Ángel, apoyados en la cerca de madera, detrás de mí, me miran, y se miran, y se ríen, en calzoncillos cortos, con la parte superior del frac, corbata de lazo y alta chistera.
Yo me miro, para ver cómo voy vestido.
Voy vestido normal: Unos leotardos rayados, amarillo y naranja, una chaqueta verde, y un foulard fucsia.
Me tranquilizo, y me apresuro a subir. Voy vestido normal, estoy tranquilo. (No sé qué significa normal).
No hago caso de las risas de Ángel.
Más arriba hay otro mirador de amplia terraza.
Me asomo y verifico que la altura es inmensa.
La Venus, lejana, se perfila nítidamente: Puedo ver sus facciones blanco rosadas, transparentes, sonriendo enigmáticamente.
Su cuerpo desnudo, salvo por una toga que sujeta arrollada a su cintura con su mano derecha y tan sólo cubre sus pantorrillas por detrás, muestra un busto exuberante y orgulloso, un ombligo que se resuelve en una vulva semioculta por mórbidos muslos transparentes que su mano izquierda pretende cubrir, pero que ahora se levanta, lenta, hasta un primer plano.
Su mano se eleva hasta tapar el sol.
A su través, a contraluz, los rayos violetas, rojos, amarillos, se refractan en espirales compuestas de puntos microscópicos, y forman círculos concéntricos unidos por líneas que escapan disparadas en forma de estrellas irregulares.
A mi espalda, Ángel y el doctor me llaman, enfadaos por algo que yo no tengo constancia de haber hecho.
La mano, y la Venus, se ocultan tras el río y el soto bosque.
Se me ha caído el tubo.
Lo recojo.
Oigo la voz de Eugène, arriba, llamándome por mi nombre.
Subo otro tramo por el exterior, siguiendo el vallado de troncos cruzados, procurando no mirar hacia abajo.
Llego hasta el pabellón  de madera policromada que culmina la montaña rusa, y que es el punto más alto del jardín.
Desde lo alto de la montaña rusa se domina todo el pueblo, y bastante más. Los meandros del río se dibujan rompiendo la continuidad de la interminable arboleda.
A pesar de la homogeneidad, se destacan algunas copas descomunales: El inmenso Pacano, un anciano Ciprés, rompen la tupida capa y marcan puntos en el cielo y en el suelo.
Triangulando con la montaña, el único punto que forma polígono regular  tiene su cuarto vértice en la invisible Venus.
 Eugène, con la palma de su mano izquierda en una medida elevación, deja escurrir por sus dedos los rayos de sol que, refractados por su piel sonrosada, forman círculos concéntricos en secuencia cromática, mientras en su lenguaje sin voz me explica los secretos del jardín:
Bajo el Pacano, se accede al subterráneo que salva por debajo la laguna que rodea la Isla del Ermitaño.
Al pie del Ciprés se sitúa el arranque de la escalera que sube por el interior de la montaña, junto a los invernaderos.
Sin embargo su expresión, la de Eugène, me resulta desconocida, no la relaciono con ella ni con ninguna otra.
Alterna entre seria y burlona, en un gesto forzado, nada natural.
Al dejar caer su mano, sus facciones se entristecen en una genuina pero sólo intuida Eugène.
Me habló del precio a pagar por la sabiduría; me hablaba en francés, en ingles, sin palabras, pero yo lo entendía todo, y comprendía su preocupación.
Los círculos concéntricos, independientes ahora de la refracción, marcaban puntos, nudos y conexiones en un esquema aéreo que semejaba un plano, que yo reconocía con claridad, pero que ahora no recuerdo.
Eugène comenzó a llorar, y se abrazó a mí.
Su cara desapareció sobre mi hombro.
Humedecía mi cara, mi hombro, mi frente.
(...)
Me desperté sudando...
Angustiado, deslumbrado por la bombilla desnuda que daba sobre mi cara.
Mi sudor no estaba justificado por el calor.
Me sentía triste, enfermo y desamparado sin causa.
Me apresuré a anotar todo lo que recordaba del sueño, sin saber por qué.
Terminé pronto, me pareció.
No había pasado ni una hora de reloj desde que me había tumbado con la intención de meditar.
Apagué la luz, me tumbé, y me dormí de inmediato, agotado.
Para evitar el reino de Morfeo cara al cielo, hundí mi cabeza bajo la almohada, y ya no desperté hasta bien entrada la mañana.
El fichero escrito durante la noche estaba allí, delator.
Lo escondí en un directorio inútil creado a propósito para ser olvidado.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©