Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO X

El Tubo

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-Es increíble Mila –comenté.

-Sí, es especial –meditaba Eugène.
Se había sentado sobre la cama. Abrazaba sus rodillas sobre su pecho, bajo su barbilla, y miraba con la cabeza baja a un punto que, pasando por sus rodillas, acababa en el infinito. Pies desnudos sobre el centro de mi cama, llevaba un rato sin hablar, mientras yo preparaba algo para cenar.
Cuando nos sorprendió el pajarero, Charlie, yo no había tenido tiempo de reaccionar del todo en ningún sentido.
Mila y Eugène se hicieron cargo de la situación con habilidad, de forma que pronto salimos del sótano sin levantar las sospechas de Charlie, que confiaba en ellas; la verdad, no sé por qué.
Al salir notamos que se nos había hecho tarde, lo que confirmaba la consulta que yo había hecho al reloj, que en principio supuse estropeado, y aún me tenía confundido.
Habíamos pasado unas cinco horas ahí abajo, a oscuras -o lo que fuera-, si mi reloj no mentía: El pajarero había tenido tiempo sobrado de abrir y volver a cerrar su tienda en su turno de tarde.
Mis recuerdos eran nítidos: no tenía conciencia de ningún periodo en blanco. Y sin embargo el conjunto no justificaba tal inversión de tiempo.
Mientras preparaba unos sandwiches en el micro-ondas y algo de ensalada de escarola aderezada con aceite y limón, reconstruía una y otra vez la escena.
A mí la ocupación manual me ayudaba a pensar. Al parecer Eugène necesitaba la inmovilidad tántrica.
Otra vez, desde el principio. Trataba de comprender cuándo, cómo, a causa de qué había transcurrido tan largo periodo.
Me sobresaltó el timbre del micro-ondas, y el darme cuenta de que había pasado por alto algo fundamental.
Puse en una bandeja sandwiches, ensalada, cubiertos, agua -el vino y los vasos estaban en mi habitación- y me apresuré a comentarlo con Eugène.
Al tiempo que colocaba la bandeja delante de ella, sobre la cama, con el consiguiente peligro de accidente doméstico, y acercaba una silla al lado de la cama, para compartir la “mesa”, pregunté a Eugène, que continuaba inmóvil.
-¿Qué era?¿Qué era eso que tocamos?
-Es un documento, una pista. No sé si únicamente una pista, o El documento.
-Pero ¿dónde está?
-Lo he dejado en la mesilla de la entrada.
-¿Sí? –me sorprendí-. No había pensado en ello hasta ese mismo momento.
-¡Claro!
No entendí qué es lo que estaba tan claro. Le interrogué con la mirada.
Por fin, despacio, deshizo su postura fetal para adoptar otra más clásica, reclinada como un patricio romano a punto de iniciar una orgía culinaria. Tomó un sándwich y un poco de escarola, sin usar cubierto alguno.
Su cara recuperaba su expresión más habitual: cuando se burlaba de mí. No supe si alegrarme.
Entre pequeños bocados, empezó.
-¡Come hombre! –y me ofreció el otro sándwich-. La pista, o mensaje no se va a ir. Nosotros lo llamamos el tubo, sin más.
Me había levantado precipitadamente, rechazando por el momento el sándwich, antes de que terminara de hablar.
Me acerqué hasta la mesilla de entrada, donde algo metálico, con pulido mate, esperaba inocentemente.
Del primer vistazo, siempre he sido muy agudo, comprendí lo de “el tubo”. Era muy descriptivo.
Por algún motivo inconsciente, decidí no tocarlo.
-¡Se puede tocar!¡No muerde! –escuché desde la otra habitación.
Pero esto no me hizo cambiar de idea. Preferí cenar antes. Pensé que los sobresaltos se llevan mejor con el estómago lleno.
-¿Está seguro ahí? –comenté, aunque con una preocupación limitada: En realidad, tenía hambre.
-Mejor que en una caja fuerte, no te preocupes –siguió a lo suyo con la escarola y el sándwich-.Termina de cenar. Ahora vamos a salir un rato a tomar algo, y te cuento lo que yo sé.
-¡Qué detalle!
-Mañana podemos proceder al análisis, lo que llevará su tiempo. Probablemente necesitemos ayuda.
Decidí confiar en ella.¡Qué remedio! Terminamos de cenar sin volver a hablar, pensativos o concentrados en el queso y el jamón.
Observé que ella había preferido vino esa noche: Un tinto de Burdeos que yo guardaba para grandes ocasiones, en lugar de agua del grifo, como era habitual.
(...)
Como suponíamos, “la Tetería” estaba bastante despejada. Sólo gente sin horario, como nosotros, andaba entre semana a aquellas horas por allí.
Eugène me llevó al rincón del salón oriental después de haber encargado unos combinados, que nos trajeron inmediatamente, y nos dispusimos a invertir una buena cantidad de tiempo en alargar los combinados y, esperaba yo, aclarar un poco el cisco en que me estaban metiendo Eugène y sus “amigos”.
Antes de salir habíamos observado con más detenimiento el tubo, que ciertamente no mordía y tenía un aspecto de lo más inofensivo. Eugène prometió contarme todo lo que sabía al respecto, y en eso estábamos.
Pero ella no parecía tener prisa, y yo estaba superando el estrés y empezaba a pensar, vagamente, en posponer el asunto y aprovechar la noche en otros menesteres más primarios.
Cuando asomó Mila.
-Hola –se acercó sin más, y se sentó al lado de Eugène.
-Hola ¿Cómo tú por aquí –pregunté-, sola?
-Le telefoneé que viniera –me informó Eugène, deferentemente- Hola Mila.
No era éste mi plan...
-Sí. Has estado muy afectado para asumir lo que ha pasado –trató de explicarme.
Yo me sentía, y mi cara lo delataba, molesto, por no enterarme de nada, y por el cambio en los planes que yo estaba haciendo por mi cuenta.
No es que no apreciara la presencia de Mila. Me caía bien, pero...
Como siempre, Eugène pareció leer mis pensamientos.
-Le dije que viniera, mientras preparabas la cena –dijo.
Y yo pensando que hacía yoga... Ni me enteré. No me entero de nada.
Mila escuchaba, sin decir nada. Había pedido algo al entrar al pub, y ahora se lo traían. Evidentemente, no estaba de paso.
-Es simpático tu amigo, el pajarero –Eugène hablaba con Mila ahora.
-¿Carlos?, ¿Charlie? Sí.
-Por un instante sospeché de él.¡Cuándo apareció así, de pronto! Creí que nos habían descubierto.
-Lo que pasa es que no habíamos calculado los tiempos.
Escuchaba a Mila con atención. Me daba la impresión de escuchar a otra persona diferente de la que yo creía conocer.
Callé de momento, esperando mi oportunidad de sorprenderlas con alguna cuestión aguda y fundamental que, extraída de mi agudo punto de vista, las sorprendiera. Aunque no la vislumbraba, la verdad.
Mila siguió hablando, con un control de la situación insospechado.
-Yo también pensé en una traición, pero al ver a Charlie me tranquilicé. Nos conocemos de toda la vida. Pero tú no perdiste el tiempo.
-Tenía que estar preparada para cualquier cosa. Hice desaparecer el tubo de inmediato, nada más encenderse la luz. Aunque si hubiéramos sido traicionados, en la situación en que estábamos, puede que hubiera sido inútil.
-¿Dónde lo escondiste? –pregunté, mientras valoraba las posibilidades en cuanto al tamaño del artilugio y las opciones de ocultación de que disponía Eugène: Camiseta negra sin hombros, ceñida, sin sujetador, shorts cortísimos, sandalias,...
-No te importa –las dos me miraron con cara de enfado-. Lo llevaba encima cuando salimos. Eso debe bastar.
Bueno. Parece que yo era el tonto de la película. A callar. Observé que había cambiado el short por un pantalón vaquero que debió olvidar en casa en algún otro momento. Tampoco recordaba tal cambio. La camiseta seguía siendo la misma. Estaba deliciosa, pensé, para consolarme de mi estúpida ignorancia.
Mila sonreía ahora, observando mi expresión cambiante y la dirección evidente de mis miradas.
-Los detalles no son importantes –zanjó Mila, mirándonos a ambos condescendiente, en una actitud que yo no entendía- Mis conocimientos, como sabes, son limitados.
Ahora se dirigía a Eugène, obviándome de nuevo.
-Empecemos por el principio –Eugène se dirigió a ambos- El tubo...
-¡Vaya manera despectiva de referirte al artilugio! –dije. Pero ella continuo, como si no me hubiera oído.
-El tubo –repitió- se hallaba bajo la marca. Apareció ante la invocación...
-¿Cual invocación? –ninguna de ellas me hizo caso. Me sentía transparente.
-... y aunque yo no conocía los detalles del proceso, en líneas generales se ajustaba a lo esperado.
Antes de que yo hiciera otro comentario, con respecto al proceso esta vez, ya Eugène había puesto su dedo sobre mis labios. A callar de nuevo. ¡Señor!, ¡Sí, señor!, grr..
-La cuestión ahora es averiguar si hemos hallado un mecanismo auténtico. Si la pista es eficaz. Si no es un tubo falso o engañoso.
-¿Cómo sabemos si es falso?
-Sólo podemos seguir las indicaciones y ver a dónde nos conducen.
A ella sí le hacía caso.
-¿No es peligroso?
-No tiene por qué serlo. Simplemente podría perdernos en el tiempo.
-¡Vaya gracia!¿No? –pude intercalar, apartando su mano de mi cara un momento.
-Sólo los no iniciados se pierden en el tiempo –dijo, coreada por Mila.
-Me consuelas ¡Cómo yo soy un experto!
-No te preocupes mientras estés conmigo.
-Incluso yo –dijo Mila, para animarme- podría echarte una mano si fuera preciso...
Soy el tonto de la película, pensé de nuevo.
-Soy el tonto de la película –dije resignado. Pero ninguna de las dos me contestó.
-El descifrado llevará algo de tiempo, pero no mucho –dijo Eugène- tenemos experiencia.
-En eso no te puedo ayudar –dijo Mila.
-Hablaré con don Simón, el doctor, para aligerar.
Mila me miró ahora, estudiando mi expresión. Estaba yo un poco cabizbajo.
Acabó, de un trago, su consumición. Algo sin alcohol, a juzgar por el largo  trago. No sé.
-Yo tengo que madrugar –dijo al fin-. El viernes podemos quedar. Mi novio se va todo el fin de semana a una concentración motera. Yo eso no lo soporto.
Se me pasó por la imaginación la cara del pobre novio de Mila, tan simpático, tan complaciente, tan estrafalario vistiendo... Hoy me sentía solidario con él.
-Te llamo –dijo Eugène-.  No pagues al salir, te invitamos.
Mila se levantó, se despidió con la mano, y se dirigió a la puerta, sin más.
Yo estaba bastante malhumorado. Se me habían pasado las ganas de...
Ella se recostó sobre mí. Rozó su mejilla sobre la mía. Murmuró algo sobre su cansancio, mientras frotaba su mejilla y sus labios sobre mi cara.
Yo intentaba no reaccionar. Mi voluntad se doblegaba, sin embargo, a pasos agigantados.
Me cogió las manos y las posó sobre su vientre, mientras susurraba algo en francés. Me subió las manos, despacio, sobre su piel, hasta alcanzar el pezón erecto de su seno izquierdo.
Decidí que mañana por la mañana le cantaría las cuarenta. Ahora no podía, con los labios ocupados.
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Juan Antonio Pizarro Martín ©