Supongo que me
hacía a la
idea de que ella iba, involuntariamente, a escribirme unos cuantos
capítulos, lo que lógicamente me
satisfacía,
aunque no pensaba solamente en el trabajo.
Entre otros conocimientos, dispersos o profundos, que Eugène
tenía sobre Aranjuez, y que quiso compartir conmigo, estaba
la
vida nocturna de la localidad, que yo apenas había
explorado,
sobre todo porque este ecosistema iniciaba su actividad más
o
menos a la misma hora que yo iniciaba la mía, particular,
casera, y leit motiv de mi estancia en Aranjuez.
Sin embargo, al verme envuelto en sus actividades diurnas -o
nocturnas-, se hacía casi obligatorio comentar algunos
puntos
que no habían podido ser tratados sobre el terreno, para no
interferir con la avifauna bajo observación, y por otra
parte
poder ir elaborando un cuaderno de campo que pudiera sernos
útil
en el futuro.
En cuanto al cuaderno de campo, espero que lo llevara ella. Yo
tenía otras obligaciones...
Los comentarios, o puestas en común, era algo que yo
necesitaba
para conservar un mínimo de salud mental. Para no acabar
desquiciado, quiero decir. Aunque tengo que reconocer que hasta ahora,
salvo en los trayectos motorizados, yo me divertía.
Ella conocía varios locales que, especialmente en el periodo
que
no coincidía con fiesta o fin de semana, eran tranquilos y
acogedores.
A juzgar por la forma en que solía ser recibida en los que
tuve
ocasión de acompañarla, no resultaba una
extraña.
Y aunque bebedora ocasional y moderada, al menos mientras estuvo
conmigo, o por ello, no apreciaba yo motivos para achacar al alcohol
sus razonamientos complejos o sus actividades sospechosas.
En especial, yo prefería un local grande, acondicionado en
lo
que fue una planta baja de una corrala céntrica, y que
estaba
especializado en infusiones de té, más otras
diversas,
conocidas o no, que se servían con todo el cuidado y la
parafernalia precisos, con la original denominación de
“la
Tetería”.
Un auténtico narguile marroquí
presidía la barra
principal, y las teteras, normalmente para dos personas,
también
habían sido adquiridas en Marruecos.
La inspiración islámica se reducía a
estos
excelentes tés, y a algunos adornos más, porque
las
recomendaciones del Corán respecto del alcohol no eran
seguidas
en absoluto, y los gustos musicales de los propietarios no se
inclinaban hacia el exotismo.
Además de la barra habitual, por lo demás
convencional,
el local aprovechaba lo que fueron las diversas habitaciones de la
casa, ambientadas con ornamentos y mobiliario norteafricano, para
establecer apartados más o menos reservados que, cuando el
local
no estaba abarrotado, podían pasar por lugares tranquilos,
íntimos, salvando la cuestión de la
música, que
era común a todas las salas y que, como resulta curiosamente
habitual, solía tener un volumen excesivo. (Como el
público en general demanda, parece ser).
La música también suministra intimidad, aunque
obligue a
elevar la voz cuando la conversación no se da con la
suficiente
cercanía física.
En un par de visitas con Eugène, también yo fui
admitido
como conocido si esporádicamente pasaba sólo por
allí, lo que tenía la ventaja de poder preguntar
si ella
había estado, y cuándo, con una cierta seguridad.
Y
aguantar alguna broma, que nunca subía de tono.
Por eso no era raro que hubiéramos elegido “la
Tetería” para cambiar impresiones.
La elección del rincón más lejano del
salón más perdido sí era nueva.
Pero era su elección, y yo discutía poco. Sin
embargo
aproveché para tranquilizar mi conciencia al menos, en
cuanto a
mis inconfesables intenciones, haciendo dejación de mi
escasa
responsabilidad.
Con que encargamos bebida, y tras ser servidos, quise parecer
interesado.
Yo exponía mis dudas sobre algunos de los cuentos -me
inclino
por este calificativo sobre su verdadera índole-, e
informaciones que me habían sido narrados y/o escamoteadas
por
Eugène. Y de mi sensación de estar perdiendo el
tiempo
lastimosamente. (Sin considerar que uno de los mejores usos que se le
puede dar al tiempo es éste de perderlo: Mi editor no
aprobaría esta opinión, pero yo me
podía permitir
el lujo).
Sea como sea, por la cuestión del tiempo, y por otras
circunstancias, yo estaba algo mosqueado, y lo hice notar.
-Es que tú eres muy inocente, Juan.
Me sentí un poco ofendido.
¡Yo!¡Inocente!¿Un
“pringao”? Además, eso me sonaba...
-Sí -me puso el dedo en la frente- No frunzas el
ceño.
-¡Lo que pasa es que tú eres muy lista!
-estallé.
-Bueno, es cierto que tengo alguna información que tu no...
-¡Pues podías darme alguna explicación!
-Sí -volvió a afirmar. Había dejado de
sonreír-. Va siendo preciso.
Esperé que continuara. Se había puesto seria,
pensativa.
-No sé muy bien por donde empezar,... ni hasta donde llegar
-dijo al fin.
-Podías empezar por explicarme la verdad sobre ti. No me
creo
nada de lo que me has dicho- dije tratando de parecer
sarcástico, cínico, aquello que se me daba tan
mal.
Ella empezó, mirada perdida: Como si hablara para otro.
-“Me llamo Eugène, por mi abuelo materno. Esto es
verdad.
Mi padre, Jaime, es español de nacimiento.
Desertó del
servicio militar y pasó a Francia, a Bordeaux,... Burdeos
(oído bogdox, o algo así, la primera). Era
huérfano, sólo dejó atrás
algunos amigos
del colegio”.
“Al principio, era imposible volver a España.
Luego,
cuando sus papeles estuvieron en regla, ya no quiso. Ahora lo evita,
cuando puede, aunque mantiene buenas relaciones en Soria, y las
imprescindibles en Madrid y Barcelona”.
“No ha renunciado a su nacionalidad, pero se siente
francés porque es su patria adoptiva, que le ha tratado
mejor
que la natural”.
Pausa. Su voz sonaba algo monótona, como si recitara algo
aprendido. Pero miraba pensativa al infinito y aparentaba sinceridad.
Suspiró, como si algo le doliera, y continuó.
-“Mi madre lo conoció en París,
mientras ella,
provinciana, intentaba sobrevivir a la universidad, que finalmente no
aguantó. Mi padre no pasó de los estudios
primarios, pero
nunca le ha faltado el sentido común. Resultó que
ambos,
Silvie y Jaime, vivían en Bordeaux,... Burdeos, lo que, dado
el
carácter de mi madre, fue una recomendación para
ella. He
querido mentirte en este punto. Ella no es como te he querido dar a
entender. Y yo soy hija única, pero era un cuento que me
apetecía probar”.
Puso su dedo sobre mis labios, para evitar una posible
interrupción.
-“Mis abuelos tenían una pequeña bodega
allí. Pequeña pero prestigiosa, rentable y bien
cuidada.
Mi abuelo me enseñó todo lo que sé
sobre especies
de uvas, vinos, bouquet”,...
-¡Ya me di cuenta! -comenté. Ella
pareció no oír mi maldad, siguió...
-“Cuando mi padre se hizo cargo de la bodega, por la
jubilación de mi abuelo, ya había contactado con
sus
amigos de Soria”.
“Ellos tenían más dinero que sentido
comercial. Mi
padre se ocupó de la importación de trufas
provenientes
de sus bosques”...
-Yo pensé que eso lo habías inventado para
desconcertarme.
-No, en absoluto -se volvió un momento hacia mí,
y luego
volvió al infinito-. Papá no tenía
dinero, al
principio, para apoyar un negocio tan a largo plazo. Pero a sus amigos
eso no les preocupó nunca; ni el dinero, ni los plazos. Se
trataba únicamente de preservar vírgenes algunas
hectáreas de encinares. Vírgenes no, en realidad,
sino
fecundadas por algunas circunstancias que se suponía que, al
cabo de unos años, favorecería la
aparición de
aquellas trufas. Nunca se ha sabido con certeza por qué
aparecen
las trufas. Sólo que se buscan usando cerdos o perros
amaestrados. Son mejores los perros, porque los cerdos se resisten a
abandonar su presa cuando la localizan...
-Experta micóloga, también -quise bromear.
-“En realidad, he aprendido mucho. Más de lo que
era
consciente. Jaime, mi padre, me hablaba en español. Yo le
contestaba en francés, al principio, pero pensaba en
español. Mi padre siempre me trató como un futuro
socio.
Me contaba sus proyectos con sus amigos de Soria: importar trufas para
toda Francia, toda Europa. Al crecer, acabé por creer que se
trataba de un sueño común, un secreto compartido.
Lo que
veía era a Jaime y a Silvie trabajando para mi abuelo, sin
problemas económicos graves, pero sin lujos de ninguna
clase”.
“Me trataba como a un socio” -meditaba-.
“Quiero
decir que a menudo parecía preferir que yo hubiera sido su
garçon, su chico. No es que no me quisiera como era, pero a
veces se confundía,... ¡garçon!,... y
yo no le
corregía”.
“Pero me amaba, y siempre ha hecho todo lo posible por
mí” -Miró al suelo,
mordiéndose un instante
los labios. Volvió a levantar la cabeza, y
continuó.
-“Cuando me dijo que había escrito a sus amigos de
Soria,
me alegré, pues mi edad era suficiente para percibir la
ilusión. Pero también para tomarlo con
escepticismo, y
estaba preparada para todo”.
“Al poco tiempo, su amigo se presentó en Burdeos,
con su
mujer, haciendo un "tour" con su Mercedes impresionante por los
Chateaus del Loira”.
“Mi abuelo se quedó impresionado. Mi padre no se
veía con Santiago desde el colegio, pero parecían
entenderse muy bien”.
“Cerraron el trato en dos días, y Santiago y Pilar
continuaron con su "tour"”.
“Mi abuelo, en el fondo, fiaba en la capacidad de mi padre,
que
había trabajado bien en la bodega, y le apoyó
económicamente en los inicios, de lo cual no tuvo que
arrepentirse; se fiaba de él y llegó a
apreciarle”.
“Además Pierre, mi abuelo, me quería a
mí. Le recordaba a su mujer, decía”...
-¿Hablas en pasado?.
-“Mi abuelo murió. Cuando me fui a La Sorbonne, a
París, muchas cosas habían cambiado”.
“Mi padre se hizo cargo de la bodega y continuó
con su
negocio de trufas, trabajando más que nunca, pero podrido de
dinero”.
“Silvie, mi madre, siempre me adoró, porque
adoraba a mi
padre, pero su espíritu distaba mucho del de
él”.
“Además, las mujeres nos enamoramos de nuestro
padre,
dicen” -me miró de soslayo, sonriendo. Supuse que
algo en
mí le recordaba a Jaime-. “Ella lo adoraba, aunque
pensaba
que era un "viva la viggen", como ella pronunciaba sus escasos
conocimientos de español”.
“Mi madre eso lo llevaba mal. Era bastante celosa, aunque no
tuviera motivos”.
“A mi padre le interesaban más los negocios. Pero
ella no
entendía que tuviera que viajar tanto a París, si
las
viñas estaban en Burdeos”.
“Y ahora España”.
“Y tampoco quiso nunca acompañarle”.
“A París no había vuelto desde su corta
estancia en la universidad”.
“Prefería suponer y sufrir con sus suposiciones,
que nunca pudo ni quiso confirmar”.
“Fue un drama para ella cuando me fui a La Sorbonne, aunque
no
dejó de decirme, a última hora, cerrando las
maletas y
mirando a su Jaime, que a lo mejor era para bien”.
“Eso no le impidió llorar, como
procedía. Yo no le prestaba ninguna
atención”.
“Me adapté rápidamente a
París”
-noté que le brillaban los ojos ahora-. “Al menos
a cierto
París, La Sorbonne, algunos barrios, algunas lecturas,
amigos y
profesores”.
“Ciertos ambientes, entre bohemios y
académicos”.
“Nos veíamos en cafés y bistros de mala
muerte, como tapadera”.
“Teníamos la sensación de hermetismo,
de secreto
críptico, por eso buscábamos las criptas
más
malolientes, cuando no era posible la terraza de una esquina, por el
clima, que era casi siempre”.
“Conocí a Ramon Llull, a Prisciliano, a
Fulcanelli, a
antiguos druidas, herejes y alquimistas que se ocultaban en la
facultad, en forma de profesores, de compañeros, de libros.
Algunos se hacían llamar así, eran
así”.
“Algunos me influyeron muy profundamente; estaba absorbida
por el
ambiente, dejé de prestar atención a la familia.
No me
arrepiento, aunque siento que perdí algo
importante”...
-Estas hablando de tus “amigos”
–interrumpí su reflexión-.
- Sí, bueno –meditó- algunos. Otros los
he conocido aquí.
-¿Tu catedrático?
-Sí. –me miró a los ojos-.Creo que te
estoy contando algo que no te interesa.
-Al contrario... –empecé.
-No –Me puso su dedo índice izquierdo sobre los
labios,
como solía hacer- No entiendes. No quería
contarte mi
vida, sino situarte. No estoy en viaje de estudios, sino en
misión. Sereira es algo más que un nombre.
También
significa algo: Que no pertenezco a un solo medio. De alguna manera soy
anfibia. Esto a veces es una ventaja; otras un inconveniente.
-¿Para qué? –No entendía
nada-.
-Espera –no había apartado su dedo, y
volvió a
presionar suavemente-. Te voy a contar todo lo que puedo. Todo a lo que
estoy autorizada, de momento.
Me volvió a impedir hablar cuando fui a decir algo.
-Puedo darte explicaciones. Podría no dártelas.
Me siento
personalmente implicada contigo, no me preguntes por qué.
Prefiero que sepas y me comprendas.
Me contó.
Su alias era Beatriz (¡otra!), la guía de Dante
por el
cielo. Esperaba, me dijo, no tener que acompañarme a otros
lugares más inconvenientes, pero estaba preparada para esa
eventualidad. Su misión era localizar la Puerta conmigo.
¿Por qué conmigo? Era una elección
calculada en la
que su voluntad contaba. Podía haber elegido a otra persona,
podría intentarlo sola. Me confesó que yo no era
su
primera elección aunque, por el momento, no me
podía
decir cuál había sido anteriormente y por
qué
fracasó. Me confesó su miedo a estar equivocada,
pero
prefería confiar.
Lo que yo debía saber por el momento es que
existía un
grupo multinacional heredero por diferentes caminos de un mensaje
ancestral que indicaba un camino. Lo llamaban la Puerta, en una
simplificación convencional, y era un acceso al tiempo que,
al
ser traspasado, revela el pasado y el destino de la humanidad. Como de
pasada, señaló que otros particulares estaban
sobre la
pista, que sus intenciones eran egoístas y sus
métodos no
conocían límites. Por eso eran peligrosos.
Que en Aranjuez se daban ciertas características, y
aquí
conducían ciertas pistas. Que por eso estaba ella
aquí, y
había inducido mi venida. Que le constaba que el enemigo la
había seguido. Había visto su marca.
No creí nada en absoluto.
Es más, estaba evaluando qué tipo de enfermedad
mental correspondía al presente cuadro clínico.
Me miró, como leyendo mis pensamientos, como siempre.
Me atrajo hasta el rincón donde se sentaba, me
tomó las
manos por las muñecas como punto de apoyo para elevarse de
puntillas hasta mis labios, a la vez que colocaba mis manos sobre su
cintura, de forma que no obstaculizaran el contacto entre nuestros
cuerpos, que sentí tibio.
Rozó mis labios con los suyos, y luego se
desplazó
lentamente sobre mi mejilla hasta mi oído, y
empezó a
susurrar despacio, primero en francés, luego en un idioma
que no
entendí y que sonaba a veces musical y a veces
áspero.
Repetía algunas palabras o fórmulas como mantras,
y mi
voluntad, poco a poco, dejó de pertenecerme.
Entonces escuché su voz, un tanto diferente, distinta de la
suya habitual.
Pero no a través de mi oído. Era como si llegara
directamente a mis terminaciones neuronales, nítida, clara y
distinta, sin volumen, sin interferencias.
Al principio no entendía el significado de sus palabras, no
tenían significado, pero continuaban, sin repetirse, en una
cadencia hipnótica, alternativamente placentera e
instructiva,
como sabio y afable discurso, cariñoso con mi ignorancia.
No sé cuanto tiempo estuvimos así. Mi sentido
temporal se
había alterado. Mi voluntad intelectual estaba anulada. No
así mi cuerpo físico, que reaccionaba como
varón a
su cercanía, como complemento necesario a una
sensación
de placer cerebral.
De pronto, todo tuvo sentido. No es que empezara a entender una palabra
aquí y otra allá, hasta alcanzar una coherencia,
sino que
de golpe todo tenía un sentido pleno y completo. Las
palabras, o
conceptos -no sé como explicarlo-, se explicaban a
sí
mismas por su propio sonido. Era como recuperar el nombre
auténtico de las cosas. El redescubrimiento del nombre que
Adán, por encargo de Dios, le dio a todas las cosas, a todos
los
animales, a todas las circunstancias. El concepto del que hablaba
Aristóteles donde el símbolo y el objeto forman
un todo
inseparable.
De pronto, todo cesó, igual que empezó.
Me sobresalté. Miré a Eugène, que
sonreía.
-¿Qué.. era... eso...?
–pregunté lentamente,
como si hubiera perdido la capacidad de hablar, y la recuperara
despacio.
-No te preocupes ahora.
Fue a poner el dedo índice sobre mis labios, pero
dudó, y
optó por sellarme los labios con los suyos,
húmedos.
Lo cierto es que, para mí, la separación fue
físicamente dolorosa, lo que pareció divertirle.
Yo no le veía la gracia. En realidad, estaba confusamente
cabreado.
Se invitó a mi apartamento, donde me prometió
darme más detalles.
Me tomé, en cualquier caso, un tiempo, para rebajar mi
excitación con alcohol. Para asumir, también, mi
confusión.
(...)
Es sencillo de explicar, aunque la práctica requiere un poco
de fe.
Se trata de utilizar energías que escapan a nuestro
entendimiento.
El mecanismo supera nuestros conocimientos científicos
actuales,
aunque la evidencia empírica demuestra su realidad, y es
posible.
Hemos aprendido a controlarlo.
En cuanto a su utilidad, en el fondo es simplemente una forma de
comunicación más, no dependiente de la
tecnología
ni del lugar.
Es práctico, pero no va más allá,
aunque resulta
impresionante la primera vez, porque escapa claramente del mundo que
nos hemos construido para vivir, y eso asusta, y molesta.
-¿Quieres decir que se trata de una
técnica?¿Telepatía?
-En realidad, sí. Existe una propensión, que
facilita el
entrenamiento, pero, salvo mentes excesivamente cerradas o anuladas,
cualquiera puede adquirir la habilidad suficiente.
-¿Mentes anuladas?¿De forma natural?
-Hasta donde admitas que lo natural es estar alienado. La sociedad en
que nos movemos tiende a ello.
-Entonces no es tan sencillo –afirmé-.
-Sobre todo requiere voluntad, y un poco de fe, ya dije.
-¿Me puedes enseñar?
-Lo voy a hacer. Es parte de mi cometido.
-Resulta agradable. Podemos empezar cuando quieras
–manifesté, dispuesto a repetir la experiencia en
toda su
extensión.
Ella se rió. Y me miro, pícara.
-Bueno. Tengo que advertirte que, en tu caso, he establecido por mi
cuenta ciertas modificaciones en el procedimiento que, desde luego, no
son imprescindibles, aunque sí aconsejables.
-¡Ah, ya!... –un poco defraudado.
-¿Te gustó el método?
-No te puedo engañar.
-Nada nos impide, pues, continuar con el mismo sistema.
Me abrazó sobre mis hombros, se acercó a mi
mejilla, hasta mi oído, y empezó de nuevo.
-El contacto físico no es imprescindible. Primera
lección
–susurró- pero facilita la comunicación.
Y siguió en francés.
-Me... gusta... así... – pude balbucear.
(...)
(Esta conversación no es hablada, sino
telepática. Lo que sigue es una especie de
traducción).
-La telepatía es solo un medio de comunicación,
conocido
hace mucho tiempo, que empleamos por seguridad. No tiene mucho de
misterioso. Únicamente se trata de aceptar o interpretar las
ondas magnéticas que de forma intencionada intercambiamos.
Como la comunicación se da directamente de cerebro a
cerebro, el
lenguaje como intermediario es inútil. Los idiomas
desaparecen
porque se envían ideas, imágenes, sensaciones
completas,
sin intermedio de signos acústicos, visuales o
convencionales.
Pero no sirve para leer el pensamiento, como pareces querer
interpretar, porque se precisa una intención en la
emisión y la recepción. Lo más que
puedes captar
en una persona no entrenada son interferencias, sensaciones difusas,
inconcretas, que te pueden confundir con facilidad. Mejor no lo
intentes.
-Pero si consigo el control necesario ¿Puedo intentar el
contacto con cualquiera?
-Sí, pero no es recomendable si no conoces a la persona.
Quizá es el momento de hablar de otras cuestiones. Existen
personas interesadas en el uso de este mecanismo y otros más
potentes, como te comenté, en forma egoísta. Esto
significa que podrías contactar con uno de ellos y quedar al
descubierto, y te podrían utilizar, engañar,
causarte
daño...
-¿Daño?¿Daño
físico?
-Dependiendo de su poder, puede llegar a dañar tu cuerpo, tu
mente, ambos.
-Eso suena peligroso.
-Lo es. Todo es peligroso. Yo soy peligrosa. ¿No sientes
cansancio?
-A decir verdad, sí. Noto el esfuerzo.
-Es así. El desgaste que se produce es muy elevado. El riego
sanguíneo se concentra en el cerebro, faltando,
lógicamente, en otras zonas.
-¿Por eso estamos en la cama?
-Por eso, y por otras razones más personales. Si enmudeces
ahora, notarás que recibes más ración
de sangre en
otros órganos no menos importantes que el cerebro, y el
placer
se incrementará a niveles... más elementales.
-Estoy deseando probar. Hasta pronto.
-Hasta pronto. ¡Así no vamos a terminar las
prácticas nunca!...
Y nos abrazamos más fuertemente, desnudo contra desnudo.
Se me había pasado el enfado.
(...)
La marca es algo que ha de pasar desapercibido si no es buscado. Tiene
que parecer casual. Por otro lado es preciso que ni el tiempo ni un
accidente lo puedan borrar o trastocar, o la acción humana
modificar. Esto en la práctica es imposible con sistemas
convencionales.
Lo importante es, pues, la forma, la textura, la capacidad.
Es como las caras de Bélmez, que si las borras reaparecen,
si las anulas cambian de lugar.
No indica un sitio geográfico, ni un tiempo concreto, sino
una
conjunción espacio-tiempo donde se den (todas) las
circunstancias.
Aparece donde tiene que aparecer y cuando tiene que aparecer, como
magia. Se puede invocar, pero eso sólo está al
alcance de
muy pocos. Se puede uno poner en su camino / corriente, y esperar que
pase, como hacen los alquimistas, que repiten y repiten hasta que
sucede.
La marca señala dónde, en un cierto momento, se
encuentra
la invocación de la Puerta. La marca y la
invocación
viajan a la par por el tiempo. ¿Puede o no puede estar en
dos
lugares a la vez, en dos momentos diferentes a la vez? Esta es una
cuestión filosófica. Técnica.
La marca es siempre superficial, solar; la invocación es
siempre subterránea, lunar.
Su viaje a través del tiempo y el espacio no está
predeterminado, sino que su servo-mecánica se auto controla,
es
adaptativa y se corrige mediante feedbacks procedentes del exterior.
Posee inteligencia artificial.
Su forma es constante, pero su contenido es variable.
Su aspecto externo es continuo, circula como energía en
forma de
masa definida, pero su contenido admite diferentes interpretaciones y
formas. La forma ha de ser válida en cualquier instante del
tiempo, por eso considera todas las posibilidades de
evolución y
las muestra (todas a la vez) al unísono.
La información puede ser inducida a una mente iluminada,
porque
en el cerebro existe pre-programado el mecanismo para su
interpretación, comparten un tipo de inteligencia similar,
con
un origen común. La inducción se produce
superando un
umbral de circunstancias en presencia de la marca, que puede ser
forzado por proximidad, o asumido naturalmente.
La mente receptora ha de ser pura, virgen en un sentido no
físico.
¿La mente está predestinada a ello, o evoluciona
hacia ello?
Es otro problema filosófico, sin solución, que
plantean
las religiones entre destino y libertad, fatalismo y libre
albedrío.
Detrás de la invocación, está Dios.
(...)
Me sorprendió que Eugène considerara con seriedad
mis desvaríos sobre el Zahir.
Yo me sentí obligado por sus confidencias, quise aportar
algo
que estuviera en su línea y recordé a Mila. La
panadería. La corrala.
Tengo que confesar que encontraba divertida su estrambótica
búsqueda, por lo que me sorprendió su seriedad y
su
exhaustivo interrogatorio.
Sin entrar en mis razones personales en torno a Mila, que ella no hizo
ningún esfuerzo por hacer aflorar -lo que le
agradecí-,
pude intercalar mi sensación, en el terreno de lo
anecdótico.
Me acompañó, esa misma mañana, a por
el pan.
(...)
-Sí. Cuando encalamos la pared, de allá
p’a cuando, la mancha vuelve a salir...
-¿Siempre ha estado ahí?
Pausa valorativa ¿O duda?
-Yo la recuerdo, de muy niña, mientras jugaba a lanzar la
pelota contra la pared. A veces jugaba a darla...
Eugène y yo nos miramos, en señal de
entendimiento, ante
el tiempo, excesivo, que Mila, la panadera, había empleado
en
recuperar (inventar) ese recuerdo. Eugène, sin embargo,
siguió preguntando como si nada hubiera sucedido...
-¿Qué hay detrás del muro?
El recuerdo era más reciente, o habíase
completado la “carga”.
-La pajarería.
-¿Y tiene sótano?
-Debe haberlo, aunque yo no lo he visto. Hay sótano en todas
las casas. En todos los bajos.
-¿Es eso una casa? -Eugène valoraba el escaso
volumen permitido a la estancia.
-No exactamente. Digamos que es una dependencia comunitaria, obligada
por la construcción irregular de la corrala. El pajarero la
tiene alquilada, y el alquiler revierte a la comunidad. No tiene un
propietario, sino que pertenece a la corrala.
-¿Se puede pasar?
-Podemos hablar con el pajarero. Lo conozco, y es buena gente. Yo he
pasado muchas veces a escuchar a los canarios, los verderones, los
jilgueros. Pero no aguanto el olor.
-¿Podemos hablar con él?
-¡Claro!¿Ahora, quieres decir? Tiene una tienda de
animales dos manzanas más abajo. La habréis
visto.
Podéis decirle que vais de parte de Mila. Se llama Carlos.
-¿No nos puedes acompañar tú?
Dudó un momento. Le apetecía.
-Si esperáis media hora a que vuelva mi madre...
Nos miramos complacidos.
-¿A qué hora vuelve?
-Hacia las doce y media.
-A esa hora estamos aquí, y te invitamos a algo. Hasta ahora.
-Hasta luego...
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